El bosque encantado pertenece a los sueños
El bosque de Siete Picos, en la Sierra de Guadarrama, pertenece al sueño de los inviernos, al recuerdo de los que descubrieron estas montañas, y a todos los que han jugado entre sus pinos y cumbres a ser montañeros.
Con frecuencia invernal el bosque juega a sorprendernos, y cada rincón se convierte en estatua a medida que ascendemos. Desde el Pto. de Navacerrada la subida es muy fácil, un pequeño desnivel nos sitúa rápidamente en el Alto del Telégrafo, descendemos y subimos una costosa cuesta que nos llevará hasta el séptimo pico de esta cadena en forma de sierra llamada Siete Picos.
Es invierno, la nieve cayó copiosamente durante los últimos días, el viento fuerte de la vertiente segoviana esculpió la nieve en cada rama de los pinos para formar figuras en forma de vigía que te observan al paso de las raquetas.
Del bosque mana una belleza que te hace flotar como si estuvieras en un paraíso, son formas que parecen salir del suelo para prenderse al tronco y elevarse por las ramas hasta lo más alto, ramas que se despliegan en el cielo igual que las velas de un barco que surca el mar azul.
No abandonamos el pequeño camino, formado por unas pocas huellas, que nos introduce en lo más profundo del bosque sorteando pinos inmensamente cargados de nieve, que parecen originales esculturas de nieve. A cada momento es inevitable la parada, mirar, sorprenderse y seguir senda arriba sin tregua y con un suspiro de aliento que arranca en los pulmones y termina perdiéndose en el aire gélido del cielo invernal de Siete Picos.
De las ramas cuelgan pequeños carámbanos de hielo producidos por el deshielo
del día anterior, que en su goteo constante volvió a congelarse con las bajas
temperaturas de la noche, frío que ascendió ladera arriba de la umbría de Siete
Picos desde el valle de Valsaín, donde brota la humedad heladora del nacimiento
del Eresma antes de perderse valle abajo camino de La Granja y Segovia.
Nos internamos mucho, a veces siguiendo unas huellas de raquetas o esquís, y como si formáramos parte de este paisaje, pronto nos sentimos integrados, solitarios y a veces envueltos en la niebla que asciende desde la Barranca hasta la Maliciosa para cruzar el Puerto y envolvernos con las cercanas cumbres de los Siete Picos.
Al principio caminamos convencidos del tiempo despejado, jugamos con los árboles a escondernos, a extasiarnos con su hermosura, a dejarnos llevar por esa magia que nos rodea y que percibimos con todos nuestros sentidos en cada rincón que atravesamos, nadie dice nada, sólo observamos y escuchamos la grandiosidad de este lugar. El viento sopla como si quisiera acariciarnos, el frío que esculpió cada forma se deja sentir lo justo, y sólo lo notamos cuando nos detenemos para apretar el disparador de las cámaras.
Caminamos juntos, pero a veces el inmenso y agradable silencio nos hace tener la sensación de que estamos solos y la corta distancia que nos separa se convierte en un mar de olas blancas de las que emergen islas fantasmales que nos invaden y nos llevan a creer que somos náufragos de la montaña.
Arriba hace tiempo que la niebla cuajó con una densidad que parece granito blanco de las canteras de Cadalso y el interior de Siete Picos se ha cerrado a nuestros ojos enterrando todo lo que les rodea y sin que por el momento, aunque es nuestro deseo, el viento pueda siquiera despejar lo suficiente como para ver donde estamos. Nada más incierto que este momento dónde no podíamos pensar en un final feliz, tan solo en cómo llegar a las cumbres y descender hasta el Collado Ventoso.
Al final el museo de figuras heladas dio paso a la inmensa niebla, pero seguimos senda arriba hasta que nos inundó, luego buscamos la forma de no perdernos, pero nada nos infundía confianza, bajamos demasiado, volvimos a ascender, y cuando todo parecía perdido las huellas de unas raquetas, sólo unas huellas, nos llevaron al final del extravío.
Enlace:
Siete Picos, la montaña del dragón
Zorro Corredero
Fotos: Archivo Fotográfico Pedro Alfonso