RIELA MISTERIOSA LA LUNA EN EL BAJONDILLO
DE TORREMOLINOS
Playa Bajondillo. Torremolinos
Escribo
desde una playa de Torremolinos. Es una cala recóndita y apartada del mundanal
ruido que Paloma y yo descubrimos en 2003. Tiene duchas, chiringuito bien
atendido, barbacoas con mesas protegidas por árboles frondosos, un pequeño
manantial no potable... Últimamente le falta al entorno el imprescindible
mantenimiento. Desde que murió el afectuoso, educado y viejo alemán que lo
hacía ya nada es igual… Oímos el cautivador rumor de las olas mientras hueles a
salitre, recuerdas despacio y dormitas paciente sobre la arena mirando el
cielo... Es ideal para romper la monotonía del año, descansar, caminar y tomar
determinaciones y cervezas muy frías. Esta tarde pasaremos por Málaga,
subiremos a Gibralfaro, pasearemos
por La Alameda y recorreremos la
parte histórica llena de sitios emblemáticos que conservan su encanto con el
paso de los años: El Café de Chinitas, La
Malagueta, el puerto con su cenachero, el anfiteatro romano, el teatro
Cervantes, El Pimpi, Cofradía de Mena...


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El Pimpi, el Cenachero y el Café de Chinitas.
Cincuenta
años desde que vine a Málaga y Torremolinos por primera vez y me gustó; no por
nada en concreto, sino porque alguien me lo supo mostrar con naturalidad, con
esa sencillez innata, humilde, que te descubre las emociones ocultas de los
lugares entrañables. De aquella primera vez yo volví diferente, como dicen los
románticos que hay que volver de los lugares que se visitan y te cautivan. En
mi caso fue totalmente así. Aquí descubrí el mar y el entusiasmo. Por eso cada
vez que vuelvo sé que nos pertenecemos, que somos indisolubles, que formamos parte
de un ente sincero y cordial. Intuyo que permaneceremos unidos, ya es tarde
para separarnos.
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Durante
las noches tristes e invernales cadalseñas, esas en las que se oye caer el
agua, ulular el viento y gotear los sentimientos, yo retorno aquí acurrucado en
la cama. La imaginación vuela y te rescata del miedo, del desencanto, de las
pérdidas queridas y de las limitaciones que impone envejecer. Vas en volandas a
mundos desconocidos que dejan de serlo y vives una vida soñada que acaso
quisiste vivir en la realidad. Y es que la imaginación es el juguete más
preciado que poseemos los humanos desde que nacemos.
Calle Cárcer de Málaga.
Una noche
en la discoteca “Metro” de la Avenida
Montemar de Torremolinos, coincidí con un tipo que pululaba por la edad sabia.
Iba acompañado de una chica fascinante que lucía una sonrisa de cuarto de
bachiller. Mujer y sonrisa parecían descender misteriosas al encuentro del mar.
Hablamos mucho de lo divino y lo humano, pero no recuerdo el motivo por lo que
me reflexionó de aquella manera: “Las
personas somos extrañas. Nos negamos a reconocer la bondad del ser humano, como
si no fuera una virtud propia. Es por eso que nos inventamos Dioses para contrarrestar
esa evidencia humana del amor, como si no estuviera a nuestro alcance, como si
no quisiéramos reconocer que el humano es intrínsecamente bueno, salvando,
claro está, las excepciones de rigor. Nunca censuramos a Dios las desgracias,
al contrario, le disculpamos y si ocurre algo hermoso le ensalzamos. Todos los
méritos son suyos, todos los defectos son de los mortales; pero yo, en cambio,
he sentido junto a ellos la plenitud maravillosa del amor. En el fondo pienso
que lo que perseguimos con las religiones es creer que no moriremos del todo. Una
compasiva entelequia utópica. Qué desolador es ser homo sapiens en
Torremolinos, ¿no crees?”
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Desde El Monte Gibralfaro. Málaga.
Existen
amaneceres en los que las emociones te hielan el corazón, en los que uno
quisiera que no acabaran jamás, como si aspirásemos a no morir nunca. Y eso a
pesar de que los Dioses no están por la labor. Madrugamos para salir de la
discoteca aquella jornada de 1975 en que me hice mayor con él sin saberlo.
¿Cómo no he de querer este santo lugar?
Entre las playas de El Bajondillo y La
Carihuela rielaba la luna sobre el mar. Quizá fuese el reflejo de la cara
de aquel hombre que brillaba con la luz sabía y trémula del amanecer o quizá
también el misterio de la sonrisa de su compañera...
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Miguel MORENO GONZÁLEZ