Mulhacén Sierra Nevada.

Mulhacén Sierra Nevada.
Mulhacén, techo de la Península Ibérica

Museo de Montaña Zorro Corredero

Museo de Montaña Zorro Corredero
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miércoles, 18 de diciembre de 2013

Nochebuena en la viña de Cuatro Vientos


Amadís de Gaula sin hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta
fama como el que más.
(Don Quijote)


NOCHEBUENA EN LA VIÑA DE CUATRO VIENTOS


                                                                Camino de la Vía 

El teso aparece a los cuatro vientos coronado por la humilde casilla: una sola pieza, un solo fogón, una sola chimenea, un solo cobijo para varios si es menester. A su alrededor pululan alegres unos pequeños almendrucos, sus ramas chocan frenéticas entre sí los días de vientos otoñales  produciendo sonidos que parecen lamentos, como esos quejidos desolados que desprenden las cuerdas de un viejo violonchelo y que sin saber el motivo me entristecen. A unos pocos metros de allí se arraciman unos chaparros frondosos que dejan libre un caminito que llega hasta un despejado y reducido círculo que está dentro de su corazón, en él me introducía imaginando ser un hombre solitario que buscaba defenderse de la inhóspita montaña nevada guareciéndose en una cabaña solitaria. Desde allí el paisaje es inigualable: viñas, campos, trochas, Los Cantos de la Horca, El Arenal, el arroyo Tórtolas, los cerros de Casillas y Guisando, las sierras de Gredos y Guadarrama y “Praocerrao entonces con sus toros de lidia y ahora con su ganado vacuno. “Abuelo: ¿Por qué no me llevas antes de que apriete el calor a ver de cerca los toros? Algún día te brindaré el toro de mi alternativa y nos emocionaremos juntos y estarás orgulloso de mí cuando te lance las dos orejas”. Él se reía por lo bajo con la boina caída sobre su frente perlada al tiempo que se le movía la barbilla como si no pudiera hacerse con ella. Años después ya le rilaba todo el cuerpo y lloraba mucho mientras yo le ayudaba a subir sobre “Juanita”; lloraba por nada o por todo, que yo era chico y no alcanzaba a comprender bien ciertas cosas de los mayores. Lloraría, digo yo, porque no lograba montar solo, porque no podía andar, porque sentía que la vida le derrotaba, porque se le cerraban los ojos sin querer y… a lo mejor, ahora que lo pienso, en realidad lloraría porque no podría ir ya más a su viña. Es lo que más recuerdo ahora de él: su llanto desgarrado con el que acabé familiarizándome en tanto unas “velas” pobres y tristes pendían de las desconsoladas ventanas de mi nariz.

Miguel y su perro Mingo


Un día de la Pólvora descargó una tormenta imponente, hicimos lumbre dentro de la casilla para refugiarnos: yo del miedo, él de sus añoranzas y ambos del agua y de aquel inmenso desamparo que nos atrapaba. Según escuchábamos las noticias en su pequeño transistor (el mismo que se llevó para siempre un día después de Reyes cuando ya no volvió a llorar) él hablaba buscando entretenerme y así calmar mi temor. Salió el sol y  aquella tarde maravillosa se me petrificó para siempre en la memoria y después otras tardes siguieron pareciéndose a aquélla y entonces, sin venir a cuento, noto como si no pudiera respirar porque se me forma una bola en la garganta al recordar a todos los que ya no están conmigo, parecida a la que se me formó esa tarde según íbamos hacia el huerto de La Vía para recoger unas judías verdes y unos pocos tomates “p’a echar el día”, decía satisfecho el abuelo, oyendo los cascos de “Isidro”, “Margarita” y “Juanita” chapotear sobre los charcos de la ladera. Y también podría decir como fueron las fiestas cadalseñas de aquel año, pero no lo voy a decir, me lo callo porque estoy seguro que volvería de nuevo la bola a la garganta y no me apetece. Desde lo alto de los Cuatro Vientos yo sentía toda la vida y miraba toda la viña: las cepas, las higueras, las olivas, los guindos, los pájaros que no paraban de trinar y jugar y los surcos que abría el arado y que mi padre pisaba fuerte y decidido abriéndome camino confiado. 

















                                                              Los surcos del arado 

Cuando él sudaba le resbalaban unas gruesas gotas por la cara que se precipitaban contra la tierra y marcaban sobre ella tenues agujeritos que años después, vendimiando en jornada calurosa, jugué a encontrar para compararlos con los míos. Pero no había comparación posible, que va; los suyos eran más brillantes, más hermosos, más conmovedores y todas las criaturas de la viña se paraban sorprendidas a admirarlos. La abuela contaba como mi padre-niño lloraba en la viña desconsolado y asustado un día que no veía a su progenitor ni a mi tía Martina que quitaban los guijarros que entorpecían y afeaban el terreno. Aseguraba la abuela que gracias a esa viña (eso lo reconocían todos) la familia pudo salir adelante y no pasar hambre, porque aunque suene raro decir esto ahora, antes había hambre y algunos se aprovechaban de la que padecían los más débiles. A veces parece como si el ser humano perdiera los sentimientos el día que encuentra unos billetes, sucede ese día en que descubre el precio de todo y el valor de nada.
          
                       
 Las casetas de los camineros


Recuerdo la mañana de aquella nochebuena con todos los majuelos que estaban junto al arroyo Tórtolas blancos por la escarcha y rememoro la tarde de esa misma nochebuena con una niebla que de cuando en vez se disipaba para que aparecieran las hierbas irisadas y gozosas debajo de unos pinos que soltaban humo cuando recibían el contacto de un sol pálido y triste. Era el homenaje del campo a la nochebuena. Ese día estuvimos cogiendo aceitunas con nuestras manos heladas (no teníamos guantes) y mi paladar aún saboreaba “el gallito” reciente, invadido por una alegría que se proyectaba desde el alma hacia mi amoratada cara al saber que aquella noche, poseída por luces extrañas detrás de la casa, era especial porque era nochebuena. Estaríamos juntos en Las Casetas con la zambomba de Jesús, las ocurrencias graciosas de “Quinito”, la satisfacción del abuelo, las mil caricias por segundo que irradiaban los ojos de la abuela, la bondad que contenían las manos de Martina, el semblante melancólico de mi padre y el fiel perro “Mingo” pegado eternamente a mi costado sin dejarme nunca solo. Jamás volví a tener perro, el sabor que me dejó ese primer amor podía más que los demás. No sé que nos pasa a los niños con la Navidad que nunca nos deja crecer, todo lo más que nos permite hacer es recordar cuando éramos buenos sin saberlo y los mayores no podían silenciar nuestra felicidad.


                                         Miguel MORENO GONZÁLEZ 

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Es una evocación bonita de Cadalso y los cadalseños

Anónimo dijo...

Muy grande este recuerdo de aquel Cadalso y aquellos que nos lo dieron todo.

Muchas gracias.

Mariano

Anónimo dijo...

Son chorras

Anónimo dijo...

Chorras? Te refieres a las tormentas? Es cierto las había y grandes.

Anónimo dijo...

Qué bien sabes transmitir, Miguel, todo ese cúmulo de sentimientos y emociones que todos, creo, sin excepción hemos sentido en nuestra infancia, especialmente por Navidad cuando toda la familia se reunía al calor del hogar a celebrar la nochebuena, dejándonos ese recuerdo grabado y añorado para toda la vida.
Feliz Navidad a todos.

Balta

Angela CM dijo...

Es cierto que se recuerdan muchos detalles de nuestra niñez y sobre todo de estas fechas, como bien nos relata Miguel.

Anónimo dijo...

Un relato lleno de amor y cariño el que nos entrega Miguel.


Muchas gracias.
Mariano

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