(A Ángela Hernández
Gómez, la Clara Campoamor de las toreras)
EL SASTRE, SU NIETA Y EL TORERO COJO EN SAN ISIDRO
-¿Gris perla y oro? Mi abuelo, sastre de
toreros e ilusiones, asintió al matador moviendo la cabeza indolente pero
convencido. -Los colores oscuros son elegantes, pero no son para usted, maestro.
El gris perla le dará elegancia a su porte y a su toreo clásico. Usted realza,
ennoblece ese color con su personalidad arrolladora en la plaza, y le transmite
al público todo lo contrario de lo que el color gris representa. Hágame caso,-sentenció
mi abuelo-.
-Tú calladita, ¿eh? –me dijo el primer día
que me llevó a los toros por San Isidro al salir del metro. En los toros no se
habla. Se mira, se escucha, se aprende y se está uno callado. Aquella tarde
descubrí algo sorprendente para mí, algo más que la confirmación de un
presentimiento y mucho más que la iniciación en un misterio desconocido y
luminoso. Aquella tarde averigüé que yo tenía un don, un tesoro pequeño y único,
incontrolado y sensible. Éste era la capacidad de emocionarme, de brincar de
gozo con el alma pendiente del vuelo efímero de un capote inmaculado, era una
inteligencia instintiva para entender lo incomprensible, como un pozo de
emoción cuya profundidad ni yo misma sospechaba. Miraba al ruedo con los ojos
muy abiertos y lo que sucedía en la arena entraba en mí, como si yo solamente
hubiera vivido hasta entonces para recibirlo. -Has tenido suerte, Berta –me
dijo el abuelo al salir-. ¿Te ha gustado? -¡Mucho! A él no le gustaba hablar
pero, sin embargo, a finales de aquel mayo empezó a comentar el cartel conmigo,
había descubierto que yo sí sabía escuchar y que era capaz de entender lo que
escuchaba.
Años más tarde mis pies avanzaban firmes
después de un día entero de trabajo. El sol calentaba sin sofocar y el metro
volaba sobre los raíles hasta la estación de Tirso de Molina. En la sastrería
de mi abuelo -en la calle Colegiata- me esperaba un torero muy joven, muy
guapo, muy consciente de su ambición y de su miedo. –Buenas tardes, ¿qué desea?
Pero no le dejé contestar. Me acerqué a él, le puse la mano en su hombro derecho
sopesando su figura y le examiné. Vi que tenía la cabeza grande, el pelo muy
corto, rubio tostado; los ojos dulces, la nariz recta, los labios apretados y
dos manos enormes de labrador, anchas y ásperas, de dedos largos y gruesos. Tenía
también un aire decidido e indefenso a la vez, como si no estuviera muy seguro
de haber dejado de ser un niño, como si acabara de escaparse de la fotografía
antigua de un pueblo castellano seco y olvidado, como si estuviera dispuesto a
tragarse el mundo entero de un ansioso bocado. Y entonces vi el hilo, la línea
que separa el triunfo del fracaso, tendido entre sus ojos y los míos como un columpio
hecho de una luz arabesca y transparente que se balanceaba seductor ante
nosotros. Primero observé aquel hilo. Después, por fin, un color.
-Tabaco –le dije-. Tabaco y oro. Y el año
que viene estarás en los carteles de San Isidro. ¡Eso seguro! Durante unos
segundos, los dos estuvimos callados, inmóviles, como si hubiéramos olvidado
movernos extrayendo, sin saberlo, nuestra soledad interior. Él miraba
sorprendido la seguridad de mi afirmación. Yo observaba el esquivo escorzo de
sus ojos acobardados. Le di un vestido de ese color y se fue lento hasta el
probador, nadie se apercibió de su cojera ni de aquellos colores pespunteados a
su ilusión.
Yo le aguardé fuera. La puerta no tardó en abrirse y me pareció un mal presagio, pero en
eso, sólo en eso, me equivoqué. Él esperó a que yo le viera antes de salir del
habitáculo. Sonreía con timidez mirando ladeado. Su cuerpo encajaba
perfectamente en aquel vestido nacido de la última intuición de mi abuelo con
la minuciosa precisión de un calco. -Estás guapísimo -le dije-. Sus labios se
tensaron tanto como si quisieran salir volando, escapar para siempre de su
cara. Se dio la vuelta para mirarse en el espejo y echó a andar con su pierna
izquierda fuerte, torneada y torera, mientras su pierna derecha, flaca y
deforme, aparecía invisible a la luz que matiza los atardeceres en las playas
del Mediterráneo, oculta bajo el resplandor que endulza la silueta de los
pinares cadalseños después de una tormenta veraniega. Yo le veía avanzar cojo
pero más tieso que un húsar, más seguro en cada paso mientras aumentaba su
cosecha de ojos desorbitados, de bocas abiertas por la admiración, de clamores
interrumpidos en mitad de un natural angustioso y eterno sobre el albero de Las
Ventas. No sabía nada de su vida, intentaba averiguar qué toro y en qué plaza
una cornada mal dada le dejó cojo. Hasta que llegó al centro del ruedo y una
exclamación interior me sobresaltó: -¡¡¡Torero!!!
-¡Va por ti abuelo!, -pensé cuando le
sacaba a hombros una multitud enardecida por la Puerta Grande de Las Ventas
aquella tarde lluviosa de San Isidro. Según levantaba los brazos triunfante, me
descubrió con su mirada entre el gentío y musitó: -Tenías razón, Berta,
recomendándome el vestido tabaco y oro que me haría salir triunfador de San
Isidro. Le respondí: -Yo sólo te dije que el año que viene estarías en los
carteles de San Isidro. Todo lo demás es obra tuya. Cuando le dejaron en la
furgoneta que le esperaba en la calle de Alcalá, notó que su pierna derecha le
dolía un poco, era como un leve cosquilleo, como una emoción…
Miguel MORENO
GONZÁLEZ
(Inspirado en los textos del cuento Tabaco y Negro, de Almudena Grandes)
4 comentarios:
Precioso relato. Muchas gracias
Un saludo
Mariano
Bonito relato
Ana Diaz
La torera Ángela murió hace poco. Era alicantina y apasionada del toreo. Se sentía torera por los cuatro costados. La mujer de un compañero de trabajo la conocía personalmente por su profesión, era periodista. Una noche coincidieron en un acto social. Y la chica le habló de mi inquebrantable afición. Ángela, le dijo que me comentara si podía conseguirla algún contrato... Le firmó una fotografía y aprovechó para felicitarme por mi afición y rogándome que le buscara un contrato... Pobre, no sabía que yo solo era un simple aficionado Cadalseño y ella una torera cabal. Recordé aquella anécdota cuando me enteré de su muerte por cáncer. El toreo está lleno de gente buena y romántica. Artistas que aspiran a cumplir su sueño de gloria torera y cuando les llega la hora se le llevan consigo.
Gracias a ti, Mariano.
M.M.G.
MANUEL BENÍTEZ PÉREZ
El Cordobés
Huracán, ventarrón, viento salvaje
del guerrear frenético del toro,
desborde pasional, clamor sonoro
de un mar incontenible su oleaje.
Un duro y espinoso aprendizaje
sin música, sin palmas y sin coro
sobre ruedos que tienen como aforo
desolación nocturna del paisaje.
Por unos y por otros discutido,
negado y aclamado, mas sin duda
marcó época sin trampa ni engañifa,
y al toro encandiló y fue seducido ,
con sus saltos de rana forma ruda
de a un torero hacer quinto califa.
Saturnino Caraballo Díaz
El Poeta Corucho
(Me consta que el Cordobés ayudó a Ángela).
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