Mulhacén Sierra Nevada.

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Mulhacén, techo de la Península Ibérica

Museo de Montaña Zorro Corredero

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jueves, 27 de abril de 2017

El lunático enamorado ( Una historia cadalseña de Miguel Moreno )



EL LUNÁTICO ENAMORADO



            (A tantos que se me fueron sin conocerlos, intuyendo que tenían muchas cosas que decirme y por miedo –o algo así- nunca les pregunté…)


     Según contaban los mayores del lugar descendía de una familia honrada y digna. Testigos elocuentes de aquellos tiempos felices eran sus educados modales y su rica oratoria que hilvanaba con vocablos apropiados a cautivadoras reflexiones. Una tarde que aquella gente tomaba el sol en “El Hornabajo”, les oí referir que cayó en mal de amores cuando en plena juventud fue abandonado por la mujer que amaba sin mediar motivo aparente ni causa alguna que lo justificara; o, al menos, ellos decían desconocer la razón de aquella marcha de su enamorada a lo ignoto. Desde entonces su mente se pobló de un complicado y enmarañado amasijo de pensamientos del que le era difícil separar la imaginación de la realidad, distinguir el cariño del desdén, diferenciar el bien humano del mal divino. Tan lejos llegó el dolor por la pérdida de su amor que la acertada elocuencia del comienzo devino en una suerte de metáforas, símiles y alegorías de imposible entendimiento para los demás. Y, al fin, tanto se abandonó al recuerdo de aquel querer que fue presa fácil de infinitas alucinaciones que le fueron cambiando el juicio hasta convertirlo en una rara mezcla de lucidez y locura, amarga combinación de sutiles ocurrencias ensartadas a frases incoherentes. Hasta las madres prohibieron a sus hijos acercársele aunque los más osados desobedecían aquellas recomendaciones ante el placer de tentar lo prohibido. Otros le canteaban y se mofaban de él cuando presa de sus tautológicosdevaneos cruzaba las calles de Cadalso gritando extrañas aventuras que tenían por antagónicos protagonistas el Cosmos y un Dios insólito al que maldecía porque, según él, estaba empeñado en destruir la luna. Sin embargo, había niños que gustaban de oírle las tardes soleadas sentados en corro sobre las piedras del “Cantogordo” y “Lancha Resbalosa”. Un niño comentó cómo, con gran precisión y lujo de detalles, les explicó que partiendo de árboles enormes parecidos a los de “La Fuente de los Álamos” podían llegar a hacerse libros y lapiceros con su mina interior y todo. Esos lapiceros -les dijo-, guardarán siempre los olores característicos de la infancia en lo más recóndito de vuestras memorias y así, en el futuro, podrán alegrar el otoño de vuestras vidas.



     Gustaba de buscar por las papeleras revistas de colores chillones y tacto suave a los dedos de las que, con recto trazo y pulso firme, recortaba cromos que adhería con pegamín a las hojas blancas y gruesas de un voluminoso cuaderno de anillas que usaba a guisa de álbum. Un atardeder con cielo de intensos y variopintos colores, que se descubría entre los huecos que abrían las nubes que surcaban vertiginosas el espacio, le sorprendí pasando apacible y melancólicamente sus páginas sentado en la valla de piedra de La Corredera. Observé por encima de mi hombro y el suyo recortes de bellos rostros de mujeres con expresiones felices y risueñas pegadas sobre un fondo de paisajes cubiertos por copiosas y compactas nevadas. Al pie de aquellos santos había escrito rimas de Bécquerel poeta que murió de melancolía- acompañadas de frases y citas cortas que supuse de su invención. Aquella composición resultaba en su conjunto de original plasticidad y tan conmovedora que dejó honda huella en mi recuerdo. Del enigma de aquellas fotos femeninas superpuestas sobre fondo de nieve, aún hoy, inconscientemente, sigo preguntándome.

     Vivía apartado de todo y de todos y en las atardecidas vagaba ensimismado por el Pinar del Concejo buscando algo que nunca supe si encontró. Su relación con la gente se limitaba a hablar esporádicamente con una familia vecina que le pasaba comida, cariño y un poco de comprensión. Yo nunca intercambié palabra alguna con él, me dejaba llevar de una extraña timidez que en el fondo ocultaba un cierto temor a ser respondido con aspavientos, quizá fuera por eso que siempre me limité a observarle desde discreta distancia.



     Una mañana luminosa, de esas que te hacen sentir que aún estamos a tiempo de que no se pierda todo, de que es tiempo apropiado para atrapar un trocito de vida que le justifique a uno su vivir; aquella mañana, digo, recuerdo que comentaron en El Hornabajo (en la puerta del Bar Sevilla, antes de que llegara El Gato de Madrid), que su vecino fue a llevarle un plato de caliente y se encontró la puerta cerrada -le pareció extraño a esa hora- y, después de llamarle a voces, se decidió a descorrer el cerrojo  -único cierre en su feble puerta de madera- y entró en su casa. Cuando sus ojos se acomodaron a la oscuridad divisó en la cocina (aquellas cocinas-comedor de los pueblos…) un vasar que albergaba un almirez, una palmatoria con una vela y un puchero; debajo, dos vasares más repletos éstos de libros entre los que se advertían algunos de Bécquer, Cervantes, Delibes, Miguel Hernández, Llamazares, Martín Gaite… De la chimenea pendía un cuadro en el que se distinguía una pareja de campesinos que segaban -¿en Paracuellos?- la mies que echaban sobre un carro cercano apoyado sobre dos tentemozos, la mula mientras tanto pacía ajena al bochorno del estío castellano que se adivinaba envolviendo el paisaje. A la izquierda de la pieza reposaba un banco de madera cubierto con un jergón, ideal para dormir al calor de la lumbre en invierno y soñar en verano. Sobre el fogón de piedra de granito yacía el álbum y un pequeño transistor cubierto con una funda que tenía grabada la palabra Sharp; al parecer, en sus largas madrugadas de insomnio, se entretenía oyendo programas en los que se lanzaban angustiosos mensajes de seres humanos que, como él, vivían sumidos en la perplejidad y la soledad más absoluta. Todo aparecía ordenado y pulcro arropado con un silencio que era el compañero idóneo de la casa, sólo roto por una tenue y delicada voz femenina que invitaba desde la radio a saborear un día maravilloso; hubo quien creyó apropiado acompañar esas palabras con el fondo musical del adagio de Benedetto Marcello para que no desentonara del ofrecimiento hecho por la locutora.



A su vecino no le resultó complicado extraer una hoja de papel que él asía con fuerza entre los dedos de su mano izquierda. El gesto de la cara era apacible, incluso podía adivinarse una mueca feliz en los labios. El cuerpo estaba relajado y apoyado sobre la chimenea, con el brazo derecho adormecido y tendiendo su semiabierta mano hacia un vaso de agua. Los ojos parecían estallarle en la cara con esa mirada de zahorí penduleando entre bondadosa y risueña, casi idéntica a la de las mujeres que coleccionaba, el mirar se dirigía hacia el fondo de una ventana en cuyo cristal rilaba la luna en noches serenas. Un pequeño manojo de pelo le caía sobre la frente procurando al rostro un irresistible impulso de infinita ternura. Muy lento, bajo la ventana, desdobló el papel acariciándolo dulcemente –ya en ese momento sus mejillas relucían empapadas-, quedamente, leyó: “-Si alguna parte de mi cuerpo puede aliviar a alguien que lo necesite, aprovéchese en buena hora; el resto, junto a mi cuaderno y el transistor depositarlo en el pinar, cerca de la Casa de Tablas. Llevarme a esa hora perezosa que anuncia la noche. No quiero cortejos religiosos en los que pueda aparecer una conmiseración que yo nunca percibí”. Dobló a su origen el papel, desolado pensó que a ese hombre le sobrevino inesperadamente una avalancha de utopías, comprendió que en ocasiones los hombres con apariencia de espíritus débiles son capaces de los actos más hermosos y admitió que el amor, únicamente el amor con su carga de pesares, fue capaz de acabarle. También se muere de mal de amores, sentenció cabizbajo saliendo de la casa.

Ya por aquel entonces el ambiente era caluroso y no tenía mucha razón de ser salir por las noches detrás de la casa, antes de acostarse, a ver cómo estaba la atmósfera para el día siguiente. Por encima de todo comenzaba a reinar el verano. Sin prisas, sin ceremonias pero ceremoniosamente, lo llevaron cuando el día languidecía allá dónde él dejo dicho. Sus vecinos le acompañaron en unión de un grupo de personas que no caían muy bien a las buenas gentes del lugar. Muchedumbre rara, sin duda, de esas que se niegan a marchar con las gentes de bien. A los niños les prohibieron ir. Pero tres de los más rebeldes, que acusaban ciertos síntomas sospechosos de perniciosa sensibilidad que disimulaban con sus carteras a la espalda, acudieron escondiéndose entre las retamas, las jaras y los pinos. Cuando todo el mundo desapareció esparcieron por el lugar un montón de lapiceros, un libro de amores imposibles y una foto en blanco y negro de una mujer con expresión feliz y sonriente. “El amor es el arte con el mayor grado de dificultad”, rezaba la dedicatoria escrita con bellos caracteres femeninos en la parte inferior izquierda de la foto y rubricada por una firma ilegible. La encontraron en La Corredera un día de mucho viento, cuando jugaban con el resto de los niños al escondite. La tuvieron oculta en el fondo de una cartera esperando junto a libros, lapiceros, gomas y alguna que otra costrita de sus rodillas a que llegara el otoño a sus vidas.

                                      
Miguel Moreno González 
Fotos: Archivo Fotográfico Pedro Alfonso

13 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso,me as echo vivir momentos inolvidabres recuerdos contados por mis Abuelos,Tios Padres.Gracias por trasportarme a esos momentos

Eulalia Alvarez Navarro

Pedro Alfonso dijo...

Muchas gracias. En esta vida, y creo que en todas, lo importante es sentir los latidos de lo cercano, y eso casi siempre lo encontraremos en casa, en la familia, en nuestro pueblo y entorno. Un beso.

Anónimo dijo...

la foto de los segadores el de la boina parece mi padre Blas"el monaguillo" Paqui

Anónimo dijo...

Pedro, de donde has sacado esta foto?

Paqui Lopez Navarro

Anónimo dijo...

Me gustaría tenerla es mi padre y mi tio

Paqui Lopez Navarro

Anónimo dijo...

es mi padre y Mariano el caca ( mi tio)

Alfonso López Navarro

Anónimo dijo...

El de la izquierda con el cigarro en la boca es mi padre Blas el monaguillo, y el otro mi tío Mariano el padre de Juanjo el chita

Pilar Lopez Navarro

Anónimo dijo...

Ños, vaya familia rápida que tengo, no me han dado tiempo a decir: ¡¡¡pero si ese es mi abuelo!!!

Kira Garcia Lopez

Anónimo dijo...

Cuántas veces, Miguel, perdemos la ocasión de descubrir otros mundos en el interior de personas invisibles o, lo que es peor, de personas tan visibles que los demás las esquivamos. Y esas personas pasan por el mundo, por la vida, por nuestro lado, en un paseo aparentemente sin destino, hasta morir llevándose con ellos ese bagaje vital pero mudo que no supimos o, qué pena, temimos conocer. Como siempre lo has puesto, negro sobre blanco, bueno, en este blog blanco sobre negro, con la maestría y la magnífica sensibilidad que te caracterizan. Haces justicia con los recuerdos. Un abrazo.
Luis C.

Rafael dijo...

Tú si que acusas ciertos síntomas sospechosos de perniciosa sensibilidad.. Cuídate, y vigílalos de cerca.. Un abrazo.

Saturnino Caraballo Díaz dijo...

MUROS FUERON DE PARED ENCALADA

Muros fueron de pared encalada,
explanada y barriada de "Los Caños",
imagen desborrada por los años
por un pueblo de vida renovada.

En su transcurrir transcurrió orillada
siendo paso obligado de rebaños,
y vivieron así en sus aledaños
coruchos ya disueltos en la nada.

Más hoy es la cima cúspide y pináculo
que pasado y presente compagina,
y allí se da el folclórico espectáculo

anual que a Cenicientos ilumina
y lo convierte en foro y habitáculo
de su canto y su baile que germina.

Saturnino Caraballo Díaz
El Poeta Corucho

Anónimo dijo...

Precioso Miguel. Uno de tus artículos más bonitos que he leído. Enhorabuena.
Chusa

Anónimo dijo...

Muy interesante y eso de buscar en papeleras pues si es verdad

Aurora Ferrera Ruiz

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