GRAN VÍA MADRILEÑA EN LA TRANSICIÓN
Llegué a Madrid a trabajar en julio de 1973. Enseguida descubrí la satisfacción de pasear por la Gran Vía. En ocasiones lo hacía montado en un autobús que circulaba lento y así poder mirar a diestro y siniestro aquella exhibición deslumbrante de luces de neones y parejas enamoradas abrazadas y sonrientes. Si la recorría a pie comenzaba desde la Plaza de España y abría mis ojos y mi pecho a lo que iba descubriendo. Llamaban mucho mi atención los cines (Azul, Avenida, Callao, Capitol, Coliseum, Gran Vía, Imperial, Palacio de la Música, Palacio de la Prensa, Rex, Rialto...) y los enormes cartelones que pendían de sus fachadas anunciando películas inmortales.
Eran lienzos gigantescos, pintados llamativamente con los actores y actrices en primer plano, ante mi vista aquella belleza rutilante cobraba vida. Sólo contemplarlos ya te daban ganas de volar y entrar a ver la película. Más tarde supe quiénes eran algunos de aquellos memorables artistas que denominaban cartelistas y que ejercían de pintores de ilusiones, hazañas y sueños. Podéis imaginar lo que sentía observando aquellos cartelones desde la acera de enfrente; parado, petrificado, como si se me hubiera olvidado andar. Anselmo Ballester, Franco Fiorenzi, "Jano", Saúl Bass, Struzan,... fueron algunos de ellos. Ahora mismo giran en mi mente muchas de sus obras inmarchitables, representando decenas de aquellas películas inolvidables. Esas que nos descubrieron que uno podía tener -sin saberlo- más de una vida sin ni siquiera abandonar la propia.
Mirando aquel espectáculo, hacia lo alto, descubría los ornamentos arquitectónicos que coronaban aquellos edificios monumentales: águilas, carruajes, dioses, efebos, ninfas, solariums... Un placer para la vista y los sentidos difícil de igualar y que me animaba a mirar hacia arriba para no perder ripio de aquellas obras de arte, a pesar del dolor de cuello. En cambio, a ras de suelo había algo que siempre llamó mi atención y que en la Gran Vía sentía colmadas todas mis expectativas: ¡los kioscos! ¡Qué extraña sensación placentera sentía ante ellos! Aquellos kioscos enormes ejercían en servidor una atracción irresistible. Me paraba ante ellos y me pasaba un buen rato observando su contenido de papel. Periódicos y revistas eran capaces -ellos solos- de trasladarme y mostrarme todos los mundos de mi imaginación: Animales, cine, coches, deportes, historia, humor, Naturaleza, toros, viajes, fascículos coleccionables de todo tipo,... Mi economía nunca ha sido boyante y menos entonces, por eso tenía que conformarme con comprar mi periódico favorito: PUEBLO, que leía con profusión diariamente, y algunos semanarios de actualidad (Cambio16, Tiempo…) o taurinos (Aplausos, Dígame, El Ruedo, El Mundo de los Toros...) Recuerdo que durante La Transición sentía un alborozo y rubor indefinible observando las revistas de destape que en esos años proliferaban como hongos (Bocaccio, Clímax, Interviú, Lib...) Solía comprar semanalmente Lib e Interviú. Hasta entonces estuvieron prohibidas, como ahora prohíben otras cosas. Pero siempre había alguien que nos las enseñaban a escondidas para impagable satisfacción pecaminosa nuestra, para qué nos vamos a engañar...
Hace tiempo que pienso que nada es comparable a aquella época fascinante. Un país nuevo nacía, todo estaba por descubrir, por estrenar, por vivir, por amar... Parecía inexplicable que después de tantos años pasara eso en España. Muchos no nos lo podíamos explicar ni falta que nos hacía. Lo que se puede explicar pierde su encanto, su magia, su hechizo. Así fue aquel tiempo sugestivo de cines, miradas y kioscos en la Gran Vía. Ocurrió en esos años en los que reinaba una alegría desconocida y contagiosa que me hacía pensar que todos los días eran festivos, aunque no fuésemos aviados (que también) con la ropa de los domingos.
Años después El Poder (no importa su color, se contagian) volvió
a lo suyo: A coartar lo que no le interesaba para controlarnos. Y del que no se
dejaba controlar decían de él que tenía un carácter difícil. Pero eso ya es
otro cantar… Ya nada es comparable a aquellos años inigualables. Incluso la
Gran Vía ya no me parece la misma sin cines…
Miguel MORENO GONZÁLEZ