EL LUNÁTICO ENAMORADO
(A tantos que se me fueron sin conocerlos, intuyendo que tenían muchas cosas que decirme y por miedo –o algo así- nunca les pregunté…)
Según contaban los mayores del lugar
descendía de una familia honrada y digna. Testigos elocuentes de aquellos
tiempos felices eran sus educados modales y su rica oratoria que hilvanaba con
vocablos apropiados a cautivadoras reflexiones. Una tarde que aquella gente
tomaba el sol en “El Hornabajo”, les
oí referir que cayó en mal de amores cuando
en plena juventud fue abandonado por la mujer que amaba sin mediar motivo
aparente ni causa alguna que lo justificara; o, al menos, ellos decían
desconocer la razón de aquella marcha de su enamorada a lo ignoto. Desde
entonces su mente se pobló de un complicado y enmarañado amasijo de
pensamientos del que le era difícil separar la imaginación de la realidad,
distinguir el cariño del desdén, diferenciar el bien humano del mal divino. Tan
lejos llegó el dolor por la pérdida de su amor que la acertada elocuencia del
comienzo devino en una suerte de metáforas, símiles y alegorías de imposible
entendimiento para los demás. Y, al fin, tanto se abandonó al recuerdo de aquel
querer que fue presa fácil de infinitas alucinaciones que le fueron cambiando
el juicio hasta convertirlo en una rara mezcla de lucidez y locura, amarga
combinación de sutiles ocurrencias ensartadas a frases incoherentes. Hasta las
madres prohibieron a sus hijos acercársele aunque los más osados desobedecían
aquellas recomendaciones ante el placer de tentar lo prohibido. Otros le
canteaban y se mofaban de él cuando presa de sus tautológicosdevaneos cruzaba
las calles de Cadalso gritando
extrañas aventuras que tenían por antagónicos protagonistas el Cosmos y un Dios insólito al que maldecía porque, según él, estaba empeñado en
destruir la luna. Sin
embargo, había niños que gustaban de oírle las tardes soleadas sentados en
corro sobre las piedras del “Cantogordo”
y “Lancha Resbalosa”. Un niño comentó cómo, con gran precisión y lujo de
detalles, les explicó que partiendo de árboles enormes parecidos a los de “La Fuente de los Álamos” podían llegar
a hacerse libros y lapiceros con su mina interior y todo. Esos lapiceros -les dijo-,
guardarán siempre los olores característicos de la infancia en lo más recóndito
de vuestras memorias y así, en el futuro, podrán alegrar el otoño de vuestras
vidas.
Gustaba de buscar por las papeleras
revistas de colores chillones y tacto suave a los dedos de las que, con recto
trazo y pulso firme, recortaba cromos que adhería con pegamín a las hojas
blancas y gruesas de un voluminoso cuaderno de anillas que usaba a guisa de
álbum. Un atardeder con cielo de intensos y variopintos colores, que se
descubría entre los huecos que abrían las nubes que surcaban vertiginosas el
espacio, le sorprendí pasando apacible y melancólicamente sus páginas sentado
en la valla de piedra de La Corredera. Observé
por encima de mi hombro y el suyo recortes de bellos rostros de mujeres con
expresiones felices y risueñas pegadas sobre un fondo de paisajes cubiertos por
copiosas y compactas nevadas. Al pie de aquellos santos había escrito rimas de Bécquer
–el poeta que murió de melancolía-
acompañadas de frases y citas cortas que supuse de su invención. Aquella
composición resultaba en su conjunto de original plasticidad y tan conmovedora
que dejó honda huella en mi recuerdo. Del enigma de aquellas fotos femeninas
superpuestas sobre fondo de nieve, aún hoy, inconscientemente, sigo
preguntándome.
Vivía apartado de todo y de todos y en las
atardecidas vagaba ensimismado por el Pinar
del Concejo buscando algo que nunca supe si encontró. Su relación con la
gente se limitaba a hablar esporádicamente con una familia vecina que le pasaba
comida, cariño y un poco de comprensión. Yo nunca intercambié palabra alguna
con él, me dejaba llevar de una extraña timidez que en el fondo ocultaba un
cierto temor a ser respondido con aspavientos, quizá fuera por eso que siempre
me limité a observarle desde discreta distancia.
Una mañana luminosa, de esas que te hacen
sentir que aún estamos a tiempo de que no se pierda todo, de que es tiempo
apropiado para atrapar un trocito de vida que le justifique a uno su vivir;
aquella mañana, digo, recuerdo que comentaron en El Hornabajo (en la puerta del Bar Sevilla, antes de que llegara El Gato de Madrid), que su vecino fue a llevarle un plato de
caliente y se encontró la puerta cerrada -le pareció extraño a esa hora- y,
después de llamarle a voces, se decidió a descorrer el cerrojo -único cierre en su feble puerta de madera- y
entró en su casa. Cuando sus ojos se acomodaron a la oscuridad divisó en la
cocina (aquellas cocinas-comedor de los pueblos…) un vasar que albergaba un
almirez, una palmatoria con una vela y un puchero; debajo, dos vasares más
repletos éstos de libros entre los que se advertían algunos de Bécquer, Cervantes, Delibes, Miguel
Hernández, Llamazares, Martín Gaite… De la chimenea pendía un cuadro en el
que se distinguía una pareja de campesinos que segaban -¿en Paracuellos?- la mies que echaban sobre un carro cercano
apoyado sobre dos tentemozos, la mula mientras tanto pacía ajena al bochorno
del estío castellano que se adivinaba envolviendo el paisaje. A la izquierda de
la pieza reposaba un banco de madera cubierto con un jergón, ideal para dormir
al calor de la lumbre en invierno y soñar en verano. Sobre el fogón de piedra
de granito yacía el álbum y un pequeño transistor cubierto con una funda que
tenía grabada la palabra
Sharp ;
al parecer, en sus largas madrugadas de insomnio, se entretenía oyendo programas
en los que se lanzaban angustiosos mensajes de seres humanos que, como él,
vivían sumidos en la perplejidad y la soledad más absoluta. Todo aparecía
ordenado y pulcro arropado con un silencio que era el compañero idóneo de la
casa, sólo roto por una tenue y delicada voz femenina que invitaba desde la
radio a saborear un día maravilloso; hubo quien creyó apropiado acompañar esas
palabras con el fondo musical del adagio
de Benedetto Marcello para que no
desentonara del ofrecimiento hecho por la locutora.
A
su vecino no le resultó complicado extraer una hoja de papel que él asía con
fuerza entre los dedos de su mano izquierda. El gesto de la cara era apacible,
incluso podía adivinarse una mueca feliz en los labios. El cuerpo estaba
relajado y apoyado sobre la chimenea, con el brazo derecho adormecido y
tendiendo su semiabierta mano hacia un vaso de agua. Los ojos parecían
estallarle en la cara con esa mirada de zahorí penduleando entre bondadosa y
risueña, casi idéntica a la de las mujeres que coleccionaba, el mirar se
dirigía hacia el fondo de una ventana en cuyo cristal rilaba la luna en noches
serenas. Un pequeño manojo de pelo le caía sobre la frente procurando al rostro
un irresistible impulso de infinita ternura. Muy lento, bajo la ventana,
desdobló el papel acariciándolo dulcemente –ya
en ese momento sus mejillas relucían empapadas-, quedamente, leyó: “-Si alguna parte de mi cuerpo puede
aliviar a alguien que lo necesite, aprovéchese en buena hora; el resto, junto a
mi cuaderno y el transistor depositarlo en el pinar, cerca de la Casa de
Tablas. Llevarme a esa hora perezosa que anuncia la noche. No quiero
cortejos religiosos en los que pueda aparecer una conmiseración que yo nunca
percibí”. Dobló a su origen el papel, desolado pensó que a ese hombre le sobrevino
inesperadamente una avalancha de utopías, comprendió
que en ocasiones los hombres con apariencia de espíritus débiles son capaces de
los actos más hermosos y admitió que el amor, únicamente el amor con su carga
de pesares, fue capaz de acabarle. También se muere de mal de amores, sentenció
cabizbajo saliendo de la casa.
Ya
por aquel entonces el ambiente era caluroso y no tenía mucha razón de ser salir
por las noches detrás de la casa, antes de acostarse, a ver cómo estaba la
atmósfera para el día siguiente. Por encima de todo comenzaba a reinar el
verano. Sin prisas, sin ceremonias pero ceremoniosamente, lo llevaron cuando el
día languidecía allá dónde él dejo dicho. Sus vecinos le acompañaron en unión
de un grupo de personas que no caían muy bien a las buenas gentes del lugar.
Muchedumbre rara, sin duda, de esas que se niegan a marchar con las gentes
de bien. A los niños les prohibieron ir. Pero tres de los más rebeldes,
que acusaban ciertos síntomas sospechosos de perniciosa sensibilidad que disimulaban
con sus carteras a la espalda, acudieron escondiéndose entre las retamas, las
jaras y los pinos. Cuando todo el mundo desapareció esparcieron por el lugar un
montón de lapiceros, un libro de amores imposibles y una foto en blanco y negro
de una mujer con expresión feliz y sonriente. “El amor es el arte con el mayor
grado de dificultad”, rezaba la dedicatoria escrita con bellos
caracteres femeninos en la parte inferior izquierda de la foto y rubricada por
una firma ilegible. La encontraron en La
Corredera un día de mucho viento, cuando jugaban con el resto de los niños
al escondite. La tuvieron oculta en el fondo de una cartera esperando junto a
libros, lapiceros, gomas y alguna que otra costrita de sus rodillas a que
llegara el otoño a sus vidas.
Fotos: Archivo Fotográfico Pedro Alfonso
Precioso,me as echo vivir momentos inolvidabres recuerdos contados por mis Abuelos,Tios Padres.Gracias por trasportarme a esos momentos
ResponderEliminarEulalia Alvarez Navarro
Muchas gracias. En esta vida, y creo que en todas, lo importante es sentir los latidos de lo cercano, y eso casi siempre lo encontraremos en casa, en la familia, en nuestro pueblo y entorno. Un beso.
ResponderEliminarla foto de los segadores el de la boina parece mi padre Blas"el monaguillo" Paqui
ResponderEliminarPedro, de donde has sacado esta foto?
ResponderEliminarPaqui Lopez Navarro
Me gustaría tenerla es mi padre y mi tio
ResponderEliminarPaqui Lopez Navarro
es mi padre y Mariano el caca ( mi tio)
ResponderEliminarAlfonso López Navarro
El de la izquierda con el cigarro en la boca es mi padre Blas el monaguillo, y el otro mi tío Mariano el padre de Juanjo el chita
ResponderEliminarPilar Lopez Navarro
Ños, vaya familia rápida que tengo, no me han dado tiempo a decir: ¡¡¡pero si ese es mi abuelo!!!
ResponderEliminarKira Garcia Lopez
Cuántas veces, Miguel, perdemos la ocasión de descubrir otros mundos en el interior de personas invisibles o, lo que es peor, de personas tan visibles que los demás las esquivamos. Y esas personas pasan por el mundo, por la vida, por nuestro lado, en un paseo aparentemente sin destino, hasta morir llevándose con ellos ese bagaje vital pero mudo que no supimos o, qué pena, temimos conocer. Como siempre lo has puesto, negro sobre blanco, bueno, en este blog blanco sobre negro, con la maestría y la magnífica sensibilidad que te caracterizan. Haces justicia con los recuerdos. Un abrazo.
ResponderEliminarLuis C.
Tú si que acusas ciertos síntomas sospechosos de perniciosa sensibilidad.. Cuídate, y vigílalos de cerca.. Un abrazo.
ResponderEliminarMUROS FUERON DE PARED ENCALADA
ResponderEliminarMuros fueron de pared encalada,
explanada y barriada de "Los Caños",
imagen desborrada por los años
por un pueblo de vida renovada.
En su transcurrir transcurrió orillada
siendo paso obligado de rebaños,
y vivieron así en sus aledaños
coruchos ya disueltos en la nada.
Más hoy es la cima cúspide y pináculo
que pasado y presente compagina,
y allí se da el folclórico espectáculo
anual que a Cenicientos ilumina
y lo convierte en foro y habitáculo
de su canto y su baile que germina.
Saturnino Caraballo Díaz
El Poeta Corucho
Precioso Miguel. Uno de tus artículos más bonitos que he leído. Enhorabuena.
ResponderEliminarChusa
Muy interesante y eso de buscar en papeleras pues si es verdad
ResponderEliminarAurora Ferrera Ruiz