lunes, 19 de diciembre de 2016

Lumbres y Mares de Cadalso


       Lumbres y mares de Cadalso          




     Lumbre con puchero en una casa de la Plazolilla 

El mar siempre ha poseído una fascinación misteriosa para los habitantes del interior. Mi relación infantil con él se circunscribía solamente a la contemplación de postales de ciudades marineras y de una foto de unos tíos míos bañándose en la playa de Málaga, y otra de mis padres regresando en avión de su viaje de novios a Valencia (imagino que se bañarían, digo yo). No obstante, guardo infinidad de recuerdos juveniles sobre leyendas, aventuras o de simples imaginaciones que tenían como principal protagonista el mar y que las gentes de mi pueblo referían al abrigo de la lumbre los eternos anocheceres de invierno. Aquéllos en los que nunca había prisa para nada porque no existía nada mejor para entretener el tiempo que oír y contar historias, darle rienda suelta a una imaginación que pugnaba deseosa por ser satisfecha. Nos sentábamos en corro frente a la lumbre, los niños como yo a los lados del fogón coronado éste por una chimenea humilde que inspiraba humo y cuentos por igual. De cuando en vez los mayores nos pedían que les alcanzáramos con las tenazas un ascua incandescente para encender el cigarrillo que liaban parsimoniosos ante la mirada sorprendida y atónita de los más pequeños. Tomaban aliento con las chupadas del cigarro y reanudaban incansables sus narraciones mientras la mujer de la casa atizaba el ascuarrir o alimentaba con leña el fuego. Nuestras caras se ponían rojas como el tomate y no sabíamos si era debido al calor o al reflejo de las llamas. Quizá fuera la causa de ello la timidez infantil o el desasosiego de lo escuchado… ¡Vete tú a saber a estas alturas qué era lo que provocaba en nuestros semblantes suaves y tiernos aquellas “subidas de pavo”!





Oíamos cosas que nos inquietaban, ya fuera por el temor o por la satisfacción maravillosa que generaban en nuestros subconscientes, todas se proyectaban a las duermevelas de las frías noches invernales arrebujándose entre mantas y pensamientos. Era como una suerte de espectáculo mágico, un sortilegio que nos elevaba y nos transportaba a lugares hasta entonces desconocidos por nosotros. La felicidad y el miedo marchaban de la mano, aunque fundamentalmente llamaba mi atención la truculencia de algunos relatos que los mayores no nos omitían aun a sabiendas de la desazón que tamaños desafueros originaban en nuestros pequeños espíritus. Únicamente un mayor, Alfonso se llamaba, les reprochaba a los demás que nos atemorizasen de esa forma. Era un ser sensible, discreto y muy instruido por esos libros que leía incansable a cualquier hora y en cualquier lugar del día. Incluso leía sobre su borrico cuando venía del campo acompañado de su perro, componiendo los tres una escena de una plasticidad insuperable que se recortaba melancólicamente por la carretera al atardecer. Ponía música en una vieja gramola, notas instrumentales muy distintas a las que yo escuchaba en la radio en “Peticiones del oyente”. Una jornada primaveral le pregunté sobre aquella música y él, pacientemente, me comparó la similitud de los cantos de los pájaros que enriquecían esa mañana el campo, con los trinos que brotaban en ese mismo instante de su disco. Pero no me dijo más, tornó a escuchar absorto mirando el infinito y yo me quedé más perplejo que al comienzo, sin saber apreciar muy bien la diferencia entre cantos, trinos y sinfonías.

Antes de hablar de Alfonso, lo que yo quería comentar es que las viejas historias que oíamos no serían bien vistas por los padres actuales. Supongo que les hubieran advertido a nuestros narradores que esos cuentos delirantes podían acarrear a los niños un trauma para los restos, algo parecido a una depresión infantil de consecuencias futuras imprevisibles e irreparables. En cambio ellos -los mayores, claro- y nosotros lo veíamos normal; en todo caso –ya digo- algo inquietante por lo que decía Alfonso de que podíamos pasar en vela la noche, nada grave por otra parte. Lo realmente  penoso y preocupante de esa época era que tus padres no pudieran darte de comer adecuadamente. El resto… el resto eran “mariconadas”, decían ellos mientras adquirían un aire a medio camino entre la suficiencia y la advertencia: “Te daba así, mocoso…”, y amenazadores levantaban el brazo con la mano abierta y girándose sobre sí mismos. ¡Cuántas cosas raras les pasan a los niños de ahora que desconocíamos los de entonces!

Si navegas en día soleado y calmo no dejes de mirar fijamente la superficie del mar, aconsejó Enrique que sirvió en Infantería de Marina en Bilbao. Verás que el sol choca contra las aguas formando autopistas acuáticas y luminosas, semejantes a las pistas de aterrizaje de los aeropuertos, flanqueadas a ambos lados por unos luceros diurnos que brillan rutilantes al contacto del sol con las crestas de las olas, como lo hacen durante las sobrecogedoras noches cadalseñas los luceros nocturnos colgados de la bóveda del cielo. Observa con los ojos de los niños, que todo lo miran y todo lo admiran (como Don Quijote), y descubrirás como dependiendo del lugar y de la transparencia, el tono de las aguas asume distintos colores: verde mar, azul marino, gris perla, negro enlutado… Bucea confiado y hallarás al capitán Nemo comandando el submarino Nautilus y a auténticos reinos sumergidos con su rey Neptuno dominando sobre castillos picudos, sirenas insinuantes, corales de ensueño, peces multicolores, colinas verdosas, simas traidoras, suelos resbaladizos y cielos llenos de lágrimas.

  Felipe Moreno "Chiribitas" Héroe cadalseño de Filipinas.


No olvidéis que cuando llega la noche, apostilló alguien que puso cuando menos una mirada tenebrosa, surcan los océanos depravados y sanguinarios piratas con pata de palo, parche en un ojo, garfio en la mano derecha y sempiterna embriaguez escandalosa. Ocasionalmente y entre sonoras carcajadas, acaban enamorados de la reina del burdel más cutre de un puerto olvidado en el Hemisferio Norte donde la abandonan a su desconsolado destino llevándose su nombre tatuado en el brazo. Se hacen a la mar acompañados de un loro parlanchín bajo un pabellón negro con calavera pintada sobre la cruz que forman la tibia y el peroné de su jefe desaparecido en el Caribe, después del último abordaje a un galeón español que transportaba oro de Potosí. Pero además de ellos, insistió, emergen monstruos marinos aterradores acompañados por hembras serpenteantes y mojadas que cambian los pulmones por branquias latentes llamando al Apocalipsis oceánico y destructor. ¡¡¡Ufff!!! Esto último acabó por descorazonarnos y nos quitó las ganas de conocer el mar, de remar y tan siquiera de nadar. Felipe Moreno, el tío “Chiribitas”, que además de cadalseño era de los últimos de Filipinas y que bogó por esos mares algún tiempo, nos tranquilizó riéndose de las exageraciones del tipo de mirada torva y sombría y ridiculizó su ignorancia marítima y humana. Felipe aventó cualquier temor que pudiera quedarnos al respecto cuando dijo con expresión dulce que la primera vez que se enamoró estaba junto al mar. Ocurrió en el malecón de un puerto del Cantábrico, después de darle un beso con sabor a salitre a una chica surcada por infinitas y bellas marejadas interiores, mientras su más hermoso verano adolescente se iba desvaneciendo sin remisión. Alfonso contagiado por la bonita confidencia agregó que cuando se recluye en sí mismo buscando serenidad, siempre se imagina en un apacible día de fina lluvia otoñal y huérfano de desamores, caminando lentamente y mirando distraído la arena de una playa del norte coronada de acantilados arbolados. Siguió un rato de silencio sin que nadie pronunciara palabra alguna, sólo roto por la expresión: “Ha pasado un ángel…” de Ricarda, la señora de la casa.


Cuando vi por primera vez el mar me quedé obnubilado. Aconteció en Torremolinos, lo divisé desde la novena planta de un edificio de apartamentos. Se me grabó la inmensidad del agua y del cielo que a lo lejos se confundían con la bruma mediterránea, varios veleros se encargaban de poner una nota encantadora al paisaje. Y también rememoro, de madrugada, la luna rilando sobre el mar y estremeciendo algún entrañable corazón enamorado. Jamás olvidaré la perspectiva que tuve del mismo desde un avión una tarde de septiembre. La imagen me acompaña desde entonces -y para siempre- formando parte de lo más íntimo y conmovedor de mi vida. Son esas caricias imperecederas que se morirán con uno latiendo y marcando tu existencia de emociones. En Barcelona, haciendo la mili, ya no fue igual, contemplaba el mar y no produjo en mí ninguna sensación especial. Sería la edad que te hacía ir deprisa a todas partes, sería esa etapa sin enamoramiento ni perspectiva de él en lontananza o quizá fuesen las experiencias de entonces las que desdibujaron aquella memoria náutica. Por el contrario, una noche en la bahía de Argel, calafateando nostalgias cadalseñas, me sobresaltó la mezcla desgarradora de fuegos artificiales, del mar bonancible y las composiciones sinfónicas de “Música para los Reales Fuegos Artificiales” y “Música Acuática” de G.F.Händel. Aquella combinación dejó honda impresión en mi alma. Aún hoy al rememorarlo se me ponen los pelos de punta, el corazón en un puño y los ojos vidriosos. Nada que ver con la presencia de buques de guerra de la OTAN efectuando el relevo de sus mandos en una dársena del puerto de Alicante una mañana de julio. Y es que la vida es un contraste inagotable.


    Obra de Carlos Peñalver Gisbert 


Sin darnos cuenta se nos fueron aquellos mayores, aquellas lumbres y aquellas noches cadalseñas impregnadas de amor. Desolados Paloma y yo admirábamosmos al atardecer un cuadro marinero de un pintor valenciano, creo recordar que se llamaba Gisbert, en el museo alicantino MUBAG. Acaban de llevarse el hijo muerto de una familia. El padre tiene la mirada perdida junto a la lumbre y apoyada la cabeza sobre sus manos; la madre, transida por el dolor, agarra con fuerza una sábana blanca que cubre una mesa en el centro de la pieza. En su violento arrebato arroja del mueble los jarrones, el agua, las amapolas frescas, los retratos del hijo y todo lo que podrían haber sido él y sus noches bellas en el futuro. ”Solos”, aparece escrito con una fecha en la parte inferior derecha del lienzo. Amargamente solos en alta mar, recluidos para siempre en el recuerdo del hijo. Patetismo, tristeza, coraje, la vida en estado puro. El arte desgarrador que viene a abrazarnos, a sobresaltar los cimientos de nuestro sentimiento más humano. Nos alejamos pero nos imanta a los dos y volvemos asombrados, sobrecogidos, maravillados… Y es que es cierto, ¡SI!, que del tejado se cuela un haz de luz, como de esperanza… De las paredes de la sala penden infinidad de cuadros de reconocidos artistas con decenas de santos, catedrales y paisajes marinos. No nos interesan. Nos arrebata un cuadro inundado de tristeza y ternura de un pintor casi desconocido. Es nuestro arte, nuestro sino, ese que nos conmociona, que se te mete por las venas y te hace ver lo que pasa en los espejos y en los corazones de las personas cuando nadie los mira. No entiendo ningún otro arte que no sea capaz de emocionarnos, de vaciar de contenido nuestro lado más ingrato y ayudarnos a ser mejores caminando en nuestra compañía.




Paloma y yo recorríamos el otro día en un barquito el litoral levantino. Apoyados sobre su barandilla no cesaba ni un instante de reflexionar sobre estas cosas. “¡Ya está!”, susurré para mí. Era “Primavera”, de Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, el concierto que escuchaba Alfonso aquella mañana en que le abordé y me explicó el recital que tenían montado los pájaros de Tórtolas y los de su disco. Ahora vuelvo a ser feliz apreciando y saboreando de nuevo sus enseñanzas lejanas. Advierto que en el palo de mesana algún gracioso ha tenido la feliz ocurrencia de izar la bandera pirata junto a la española. Me invade en ese momento una euforia interior indescriptible que me hace exclamar mirando a lo alto: “Muchachos, ¡Ya tenemos tema para el abordaje de nuestra próxima cita nocturna!” Y es que nuestras infancias estaban llenas de juegos, leyendas e imaginaciones. Muchas imaginaciones que nos hacían volar y tocar el cielo.


 
Miguel MORENO GONZÁLEZ

29 comentarios:

  1. La lumbre con el puchero en casa los teníamos de barro.

    Carmen Frontelo Morales

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  2. Nosotros todavia ponemos el puchero con agua y hojas de eucalipto

    Pilar Calvo Villarín

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  3. Pues, aun sabiendo que no he vivido en mi infancia ese ambiente íntimo y familiar que describes tan bien, la memoria es tan trapacera que se apropia de lo ajeno, y si me hicieran una prueba de la verdad de esas, no me extrañaría que afirmase sin mentir que esas experiencias también me pertenecen.. En fin, que tu escrito me hace sentirlas un poco mías sin serlo. Imagino que a más gente le ocurrirá.. En cualquier caso he disfrutado leyéndolo. Un abrazo.
    rafael

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  4. Cierto es que el arte es transmitir sentimientos. Yo lo he sentido así con este escrito -ameno y entretenido-, además yo también lo viví. Gracias.
    Cadalseño

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  5. Que bien sabia la comida a fuego lento

    Africa Foncuberta Lopez

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  6. Yo iba a casa de la Sra. Paulina, madre de Rimun, y siempre tenía en su lumbre un pucherito con delicioso café. Bellos recuerdos.

    Gemma Hs

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  7. Muchos tenían también unas manos especiales que sabían modelar lo que su mente imaginaba. Me gustan estas cosas por lo que tienen de ejemplo para las generaciones actuales.
    Gracias, me he entretenido mucho leyendo, imaginando y recordando.
    Rodrigo

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  8. Sí recuerdo k lo he comido en casa de mis suegros. Muy rico estaba todo

    Chelo Villarin Recio

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  9. LA CHIMENEA

    En torno a la chimenea
    las trébedes y morillos,
    yo oía cantar los grillos
    junto al fuego que la hornea.

    En las noches del invierno,
    sin radio y televisión,
    se hilaba conversación
    en un ambiente fraterno.

    La familia ante la mesa
    cenaba con parsimonia,
    como en una ceremonia
    donde de hablar no se cesa.

    Colgado estaba el caldero
    abetunado de hollín,
    cociendo entre un gran trajín
    de pucheros y de esmero.

    Hirviendo estaba el salvado
    para el cerdo y las gallinas,
    y unas aguas cristalinas
    para el intimo lavado.

    Y de pronto una zorrera
    lagrimeaba los ojos
    y los dejaba tan rojos
    como luna tomatera.

    Y entraba en acción el fuelle
    y con la boca soplidos
    y el gato bufo y maullidos
    y aquella pobreza muelle.

    Y risas y muchas toses
    y el crepitar de taramas
    y de los pinos las ramas
    y alegría de las voces.

    Y las partidas de cartas
    y visitas del vecino
    y el porrón lleno de vino
    y engastar de historias sartas.

    Y el hablar de las cosecha
    y la compra del abono
    y la tristeza en el tono
    recordando alguna fecha.

    Y lectura de tebeos
    y lector del Buen Amigo
    y ser un mudo testigo
    de hechos de los macabeos.

    Y si el ábrego furioso
    a las paredes mordía,
    su ululante letanía
    nos invitaba al reposo.

    Y se quedaba el rescoldo
    en la dulce chimenea
    y una lágrima aletea
    en el lecho en que me amoldo.

    Saturnino Caraballo Díaz
    El Poeta Corucho

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  10. LA CASA DE ADOBE

    La casa humilde de adobe
    y de tierra apisonada
    por el permanente sobe
    de los años de morada.

    Casa venida de herencias
    de los parientes lejanos,
    habitando sus presencias
    al alcance de las manos.

    Casa estrecha y alargada
    con bombilla en la cocina,
    alumbrando fragmentada
    oculta por una esquina.

    Con un contador chicharra
    durante el día apagado,
    dando de noche tabarra
    al ánimo sosegado.

    La cuadra visible al fondo,
    la mula cara asomada,
    integrada en lo más hondo
    con la familia soñada.

    Paredes enjalbegadas
    con la cal acostumbrada
    en las antiguas posadas
    de una vida reposada.

    Los bajos y las alturas
    con ocres se perfilaban,
    asombro de las criaturas
    que absortos todo miraban.

    Sobre el suelo se extendía
    de las vacas la boñiga,
    con un olor aquel día
    lejos del olor a espiga.

    El techo era de madera
    separador del doblado,
    donde estaba la pajera
    con el grano acumulado.

    De negro la chimenea
    con los troncos chispeantes,
    y llama que parpadea
    pucheros regocijantes.

    Nuestras madres hacendosas
    cubiertas con sus mandiles,
    de aquellas casas las rosas
    y aceite de sus candiles.

    Y cuando el viento que brama
    por rendijas se filtraba,
    nos calentaban la cama
    con ascuas que el tronco daba.

    De adobe la construcción
    del pobre que el pan amasa,
    con la mayor emoción
    os he descrito mi casa.

    Saturnino Caraballo Díaz
    El Poeta Corucho

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  11. EL COCIDO DE LAS CORUCHAS DE
    ANTES EN LAS CASAS DE ENTONCES

    Dedicado a las mujeres de Cenicientos

    A la pared apilado
    del hueco de chimenea,
    tiro donde el fuego humea
    con estiércol tapizado.

    A continuación la leña
    cortada con el podón,
    le marcaba el diapasón
    al lar que de allí se adueña.

    De barro eran los pucheros
    y de herrajes los morillos
    chisporroteo de brillos
    de los guisos corucheros.

    Los garbanzos los dejaban
    en agua toda la noche,
    y eran colofón y broche
    al que después cocinaban.

    Le ponían la morcilla,
    un tomate y el tocino,
    y de la tierra era el vino
    y de arcilla la vajilla.

    Del huerto la yerbabuena
    e ingredientes de matanza,
    en mágica mezcolanza
    de concomitancia plena.

    Vigilaban la cocción
    y que el agua no faltara,
    y espuma borbolleara
    en perfecta conjunción.

    Y el aroma se expandía
    y la casa la inundaba,
    y por la puerta asomaba
    y Cenicientos lo olía.

    Judía verde o repollo
    dependiendo de estación,
    siempre fue buena ocasión
    de acompañarle con pollo.

    Y faenando en los campos
    en la lumbre de sarmientos,
    se elevaban cocimientos
    que degustaban los lampos.

    Cuando hacían un recado
    la casa abierta dejaban,
    y a la vecina encargaban
    al cocido echar mirado.

    Y cubriendo el año entero
    las coruchas al cocido,
    daban nombre y apellido
    que era atizar el puchero.

    Saturnino Caraballo Díaz
    El Poeta Corucho

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  12. EN TU CALLE SIN SALIDA

    En tu calle sin salida
    a quien tapa el malecón,
    yo dejé mi corazón
    y con él dejé mi vida.
    La mar hizo una barrida
    arrojándome en tus brazos,
    y sus olas fueron lazos
    que me lanzaron a ti,
    y el amor vino hacia mí
    como un mar de los Sargazos.

    Saturnino Caraballo Díaz
    El Poeta Corucho

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  13. LAS PUERTAS DE PAR EN PAR

    Las puertas de par en par
    abiertas tengo en mi casa
    por ti, sirena del mar,
    que tu nado las traspasa.

    Y despojada de escamas
    con las que adornas tu cola,
    si diciendo vas que me amas
    tu amor vendrá en una ola.

    Y no beber el salobre
    y solo sienta el arrullo
    de tu piel dulce de cobre
    y de tu mar el murmullo.

    Y cuando tu mar bravío
    se encrespa, y el oleaje
    luego es calmo como un río,
    es cuando tomo pasaje.

    Y ambos nadando a la par
    al unísono marchamos
    no hallándose en bajamar
    aguas que los dos surcamos.

    Saturnino Caraballo Díaz
    El Poeta Corucho

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  14. LAS FUENTES DE MI RÍO

    De mi río eres las fuentes,
    los meandros y regueros,
    las juncias y los oteros
    y el manar de mis afluentes.

    Eres la arena y regatos,
    y de mis aguas el lecho
    en que cultivo el barbecho
    del paso de tus zapatos.

    Eres un sueño que arrastro
    donde apoyo la cabeza,
    sobre la tersa belleza
    de tus senos de alabastro.

    Y entre hayedo sinuoso
    se desliza mi corriente,
    calentura de mi frente,
    buscando tu mar umbroso.

    Y allí estás melena suelta,
    con las esclusas abiertas
    y delicias encubiertas
    desembarcando en tu delta.

    Saturnino Caraballo Díaz
    El Poeta Corucho

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  15. EL AGUA DE MI REGUERA

    El agua de mi reguera,
    llegado desde tu fuente,
    hace de mí ser afluente
    que desagua en tu pradera.
    Orillado en tu ribera
    me dirijo hacia tu encuentro,
    y vislumbrado tu centro
    confluyo en tu carballón,
    y soy la fecundación
    que te ha regado por dentro.

    Saturnino Caraballo Díaz
    El Poeta Corucho

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  16. Que recuerdos la comida en la lumbre estaba rikisima

    Ana Diaz

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  17. Mi queridísima Sra. Paulina, madre de Rimun, tenía siempre esa cálida y acogedora lumbre con un pucherito de café. Un recuerdo imborrable de eso y de ella.

    Gemma Hs

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  18. Precioso,entrañable, lejano en la distancia, pero cerca de cada uno de nosotros.

    Abriga...

    Gracias

    Un beso

    Paloma Merchán

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  19. Como me acuerdo de esto cuando lo ponía mi madre y me decía ten cuidado del puchero


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  20. Mmmm qué rico era tomarse un café con leche en Cadalso, con un pansito dulce hecho por alguna abuelita o doñita como cariñosamente les decía en la casa y hogar que visitaba a la 6 y media de la tarde, frente a la lumbre en la chiminea en pleno invierno, recuerdo que por aquel entonces pensaba, por el frío que se sentía, de mi tierra andina de Timotes en Mérida aquí en Venezuela pero ahora con esta foto me trae sin duda alguna recuerdos de mi Cadalso querido saludos amigos de tan lejos...

    Elisaúl González Barrios

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  21. Son estos grandes recuerdos los que cada día nos ayudan a tener buenos sentimientos. Un saludo Dori.

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  22. Me alegra mucho que tus sentimientos tengan buenos recuerdos de Cadalso, es reconfortante sentir que alguien muy lejos de aquí esta viviendo un momento junto a nosotros y nuestro pueblo. Un abrazo querido Elisaúl.

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  23. Buenos días ,el otro día pase por una frutería y me quedé sorprendida al ver que vendían Nis calós. ..........
    Por fabor alguien del pueblo pude decirme como se cocinan???????.
    Un abrazo y felices fiestas para todos mis Cadalseños.😁👏👏👏🌲🌲🌲🌲🌲🌲🌲🌲🌲


    Diego Alarcon Rodriguez

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  24. En Cadalso casi siempre se nacen con patatas guisadas, sustituyes la carne por los níscalos y ya está. Pero la más tradicional es al ajillo, los troceas, los pones en una sartén con unos ajos picados, un poco de aceite y si quieres unos trocitos de jamón y guindilla, yo los prefiero sin jamón y sin guindilla, pones un poco de aceite, poco que luego sueltan mucha agua y esperar a que estén en su punto. Espero que te sirva, yo no soy muy experto en cocina. Un saludo

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  25. yo creo que en aquellos años los tenían en todas las casas pero no era café era Malta Pedro

    Dolores Saez Canoyra

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  26. Dolores Saez Canoyra, totalmente de acuerdo, era malta, y algunas personas le añadían un poco de achicoria.

    Juani Martínez

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  27. Mi abuela así lo hacía.

    Juani Martínez

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  28. Muchísimas gracias. Saludos. ......Y Feliz.😁 Navidad.....
    Ya te cuento .
    Soy M.C.😘

    Diego Alarcon Rodriguez

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  29. ¡Fantástico el escrito! Qué infancia has tenido más maravillosa. Me recordaba a Cinema Paradiso. Cuando todos en el cine veían grandes aventuras que parecían historias increíbles...
    Madrileña

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