martes, 31 de enero de 2023
Hermana Mayor y bajada por Canal Central. Sierra de Guadarrama.
lunes, 30 de enero de 2023
Buenos Días CADALSO desde el Palacio del Marqués de Villena. Zorro Corredero.
Feliz día Cadalso
domingo, 29 de enero de 2023
Los fantasmas de Peñalara. Sierra de Guadarrama.
Los fantasmas de Peñalara
sábado, 28 de enero de 2023
Buenos Días CADALSO. Zorro Corredero.
Cadalso de los Vidrios
viernes, 27 de enero de 2023
Puerto de Navacerrada. Sierra de Guadarrama maravillosa.
Puerto de Navacerrada
jueves, 26 de enero de 2023
LA LLUVIA AMARILLA de Julio Llamazares. Por Miguel Moreno.
Leí La lluvia Amarilla
hace muchos años y me golpeó severamente el alma. Es un libro sobrecogedor e
imprescindible. A ratos te hace añicos, te estremece, te deja a la intemperie
de la vida: Andrés, el último habitante de Ainielle,
pueblo abandonado del Pirineo aragonés (eso que llaman ahora la “España vaciada”), recuerda cómo poco a
poco todos sus vecinos y amigos han muerto o se han marchado a la ciudad.
Refugiado entre las ruinas del pueblo y la suya propia, su anciana mente extraviada
por la larga soledad sufrida, imagina las sensaciones de quien pronto lo
encontrará a él bajo el húmedo musgo que ha invadido las piedras, su cuerpo, su
historia y su recuerdo… Lo recomiendo vivamente. El librito se lee rápido, es barato
y seguro que os dejara honda huella. Fue escrito con una prosa desgarrada y
brillante por mi “quinto” Julio
Llamazares, nacido en Vegamián, una aldea de León hoy desaparecida. Inspirada
en este libro hay en cartel una obra de teatro –con excelente crítica- que se
representa en Madrid hasta el 5 de febrero en el Teatro Quique San Francisco
(Antiguo Teatro Galileo, calle Galileo, 39). Para poneros en situación os copio
un pasaje desolado, duro, tierno, nihilista… del mencionado texto:
LA LLUVIA AMARILLA
“El tiempo fluye
siempre igual que fluye el río: melancólico y equívoco al principio,
precipitándose a sí mismo a medida que los años van pasando. Como el río, se
enreda entre las ovas tiernas y el musgo de la infancia. Como él, se despeña
por los desfiladeros y los saltos que marcan el inicio de su aceleración. Hasta
los veinte o treinta años, uno cree que el tiempo es un río infinito, una
sustancia extraña que se alimenta de sí misma y nuca se consume. Pero llega un
momento en que el hombre descubre la traición de los años. Llega siempre un
momento en el que, de repente, la juventud se acaba y el tiempo se deshiela
como un montón de nieve atravesado por un rayo. A partir de ese instante, ya
nada vuelve a ser igual que antes. A partir de ese instante, los días y los
años empiezan a acortarse y el tiempo se convierte en un vapor efímero –igual
que el que la nieve desprende al derretirse- que envuelve poco a poco el
corazón, adormeciéndolo. Y así, cuando queremos darnos cuenta, es tarde ya para
intentar siquiera rebelarse.
Yo me di cuenta de que mi corazón ya estaba muerto el día en que se fueron los últimos vecinos. Hasta entonces, había vivido siempre tan volcado en el trabajo, tan pendiente de la casa y la familia –pese a que todos mis esfuerzos, al final, no sirvieron para nada-, que ni siquiera tuve tiempo de ver cómo yo mismo envejecía. Pero aquella noche, en el molino, mientras la lluvia amarilla caía mansamente sobre el río, me di cuenta, de repente, de que mi corazón también estaba ya empapado por completo por la lluvia. Luego ocurrió lo de mi mujer, Sabina. Y a partir de ese día, la soledad me obligó a ser testigo permanente e irremediable de mi propia destrucción bajo el peso de los años ya vividos.
Fue, sin
embargo, en estos años últimos, desde que decidí no volver más a buscar fuera
del pueblo lo que nadie me daría, cuando la soledad se hizo tan fuerte que
llegué, incluso, a perder la noción y la memoria de los días. No se trataba ya
de aquella extraña sensación de desconcierto que me invadió el primer invierno,
a raíz de la muerte de Sabina. Se trataba simplemente de que ya no era capaz de
recordar lo que había sucedido el día anterior, ni siquiera si realmente había
existido, ni de sentir dentro de mí, como siempre había sentido, el flujo
intermitente de las horas corriendo con la sangre por mis venas. Era como si el
tiempo se hubiera detenido de repente; como si mi corazón estuviera ya podrido
por completo. Lo mismo que la fruta en los árboles de Ainielle…”
Seleccionado por: Miguel MORENO GONZÁLEZ