El verano siempre es diferente a cualquier otra estación del
año. Las vacaciones, el buen tiempo, los días más largos, la brisa del
anochecer… todo coadyuva a darle un envoltorio especial. Por eso mis veranos
infantiles cadalseños siguen columpiándose agarrados a las cuerdas que sujetan
el columpio de mi memoria. Un par de horas matinales solía dedicarlas a
dar clase o “repaso” y el resto del día a jugar incansable por el campo y las
calles. Nuestra vida de entonces transcurría fundamentalmente al aire libre.
Recuerdo como acompañaba a mi madre y a mi abuela hasta “Los Lavaderos”
que se encontraban justo donde está ahora el aparcamiento del Polideportivo.
Aún hoy pueden observarse los pequeños restos de uno de sus muros de ladrillo
rojo intenso de ese edificio que albergaba –casi a partes iguales- agua,
pulcritud y conversaciones por doquier. Allí las mujeres cadalseñas con dedos
blancos, arrugados y cortos, como violinistas del agua, lavaban la ropa que
portaban en covanillos de mimbre y la tendían alrededor del lavadero hasta que
se secaba. Mientras estaba expuesta al sol se podía observar su blanco
inmaculado y oler el inconfundible aroma de la lejía y del jabón de aceite
hecho por las propias lavanderas en casa. Los niños nos perdíamos entre los
pinos de “Los Lavaderos” jugando a los juegos de siempre y que tanto difieren
de los actuales. Allí nos enterábamos de las últimas noticias del pueblo. Una
que solía hacernos muy dichosos era cuando nos comentaban que había cine
esa noche en la Plazolilla de Arriba.
Recuerdo como llegaban los “húngaros” a lomos
de su desvencijaba furgoneta que era su vivienda ambulante y a la vez su
sala de proyección cinematográfica. La enorme sábana blanca que servía de
pantalla la colgaban de la fachada de la panadería de la tía Colsina ; la
recogían por el día y la desplegaban un rato antes de comenzar la sesión
nocturna. Allí peregrinábamos con las sillas de anea y un sinfín de ilusiones
que veríamos cristalizadas enseguida sobre el espejo de aquella sábana
gigantesca. Las mujeres más precavidas -y algunos mayores- portaban sus rebecas
sobre el brazo, más tarde les protegerían del relente cuando acabada la
película se encaminaban comentándola hacia sus casas. Los adultos se situaban
perfectamente sentados en fila, con un orden no escrito ni hablado pero sí
perfectamente definido desde años atrás: los pequeños nos sentábamos en el
suelo delante de todos con la boca abierta, los ojos asombrados y redondos como
platos y la “gaita” constantemente levantada mirando hacia la
pantalla. Por aquel lienzo pululaban todo tipo de personajes y
situaciones que durante un par de horas nos descubrían mundos maravillosos.
Nosotros sabíamos que existían únicamente porque los veíamos allí y los visitábamos
con nuestras deslumbrantes imaginaciones. Eran universos contenidos en cintas
de rancheras (Jorge Negrete), del oeste (John Wayne), de miedo (Boris Karloff),
de amor (Gary Grant, K. Hepburn) e incluso taurinas mejicanas (Rodolfo Gaona,
Luis Procura)… que alegraban nuestras noches especiales veraniegas. En el
descanso los “húngaros” aprovechaban para hacer la rifa del regalo
de turno. Una “mano inocente” sacaba de una bolsa de tela el número agraciado
que durante la proyección unas chicas muy morenas, risueñas y guapas se
encargaban de vender a los mayores en tiras de papel de colores chillones con
aquellos números de la suerte impresos. En el intermedio los niños no parábamos
de movernos, de jugar, de pelearnos… nuestros padres sabedores de nuestra
alegría imparable y contagiosa no solían decirnos nada.
Todo era un espectáculo inagotable y fascinante para nuestros
sentidos. Uno de los más bellos nos aguardaba al terminar la sesión,
cuando nos dirigíamos hacia nuestro domicilio (allí nos esperaba otro cine que
nuestros padres llamaban “el de las sábanas blancas”) y contemplábamos la
bóveda centelleante del cielo estrellado cadalseño con el pecho henchido de
emoción. Esta euforia nos la provocaba la sensación desconocida y placentera de
haber vivido algo irrepetible. El día no tardaba en llegar. Otra jornada
más donde vivir nuestra película que, a diferencia de las de la Plazolilla de
Arriba, desconocíamos entonces que aparecería alguna vez el FIN.
Madre k recuerdos ,k Bien lo pasábamos y k felices éramos
ResponderEliminarLucia Lop
Magnífico como siempre, Miguel. Siempre haces que, por unos momentos, asomen a las ventanas de nuestras memorias los recuerdos de vivencias remotas.
ResponderEliminarGracias, Maestro.
Luis Carlos.
Te acuerdas Miguel que teníamos que ir al cine con la silla de casa...
ResponderEliminarÁlvarez
Maravilloso Miguel, qué recuerdos, en Madrid íbamos a la terraza del cine Castilla (entrada 1,50 ptas.) con nuestros bocadillos de mortadela.
ResponderEliminarUn abrazo.
Carlos de la Peña
EL CERRILLO DE CENICIENTOS
ResponderEliminarCaída tiene con una pendiente
y pétreas rocas bancos de asientos
viendo a la plaza y en sus movimientos
vida y afanes de brisa envolvente.
Asiento en la esquina tiene su fuente
que a bocas remedio fue de sedientos,
vecinos que fueron de Cenicientos
y a su hora el ataúd, llevó inclemente.
Y en la noche agosteña una pantalla
de cine, colgaban llena de sueños,
que nos introducía en un castillo
sin guardias armados en la muralla
de un avieso mirar, fruncidos ceños,
libertad coartando en el Cerrillo.
Saturnino Caraballo Díaz
El Poeta Corucho
Cuantas emociones juntas...y que recuerdos inolvidables
ResponderEliminarMaria Teresa Caballero Lopez
Que bonito era el lavadero que bien No lo pasa vamos y en el cine de la plazolilla de arriba
ResponderEliminarRosa Merchan
Madre mía que recuerdos más bonitos Pedro me e emocionado
ResponderEliminarPilar Calvo Villarín
Muy bien narrado y yo como siempre reviviendo recuerdos inolvidables de nuestra vida .... eran tiempos que habia menos pero se era feliz y solidarios y vecindad solidaria y cariñosa.... hoy se vive como las tortugas metidos en el caparazón por miedo a salir y que te hagan daño.... si no de palabra de obra
ResponderEliminarMaria Rosario Caballero Lopez
Recuerdo que por el día sacaban la cabra y la escalera esas mujeres con faldas largas estrafalarios y pañuelo en la cabeza con las panderetas pedían las perrillas que algunos echábamos y otros se escaqueaban jajajaja
ResponderEliminarPilar Calvo Villarín