(Han pasado muchos años y jamás volví a
verle. ¿Qué habrá sido de él? Cuando paso por el colegio suelo recordarle…)
LA
MIRADA DE LA TARDE
Los mocos le asoman tenuemente por la
ventana izquierda de la nariz, como si salieran al sol primaveral de la tarde.
La cara la tiene vivaracha con un color sonrosado que le da un matiz
inconfundible. Su cabeza está habitada por ralos cabellos que parecen juncos
enhebrados. Los débiles pelillos de sus cejas aparecen diseminados por doquier
confundiéndose con los de las pestañas. Los ojos los tiene profundos y de ellos
emergen pupilas de color verde. Sus labios emiten ruidos que remedan palabras
que solo entenderán, supongo, sus más allegados. Los pies los tiene metidos
hacia dentro, oblicuos a la rectitud, ello hace que su caminar tenga aire
titubeante.
Extiende los brazos en todas direcciones y
su dedo índice parece una veleta sacudida por un vendaval que señala multitud
de lugares que llaman su atención. Balbucea ligeros grititos de sorpresa empapándose
de sensaciones que, a lo mejor, le parecen nuevas. Inicia una carrera sin meta conocida,
enseguida se arrepiente y torna al lugar de origen. A su cuerpo le sacude un
movimiento espasmódico, inquieto y constante, como si intentara no precipitarse
a un insondable abismo imaginario.
El
cielo le puede esperar… Posiblemente él le pide lo mejor o seguramente espera
lo peor: “Déjame morir joven o sino déjame vivir sano para siempre. Es duro hacerse
mayor sin esperanzas. Yo quiero ser eternamente joven y sano…”
Ha de ser su madre quien de vez en cuando
le mira atenta y vigilante. Curiosea una revista de las llamadas "del corazón" en la puerta del
colegio madrileño J.S. Elcano. Permanece de pie rodeada de papás, niños, carteras,
pelotas… Yo les contemplo a ambos a la sombra de un árbol pequeño. En
apariencia ella está ajena al anhelante estado de su hijo; esa distracción me
hace pensar que el tiempo acaba convirtiendo en normal cualquier cosa, incluso
la desgracia permanente.
Son las cinco de la tarde -siempre la tarde-, aguardo a que mis
hijos, Miguel y Berta, salgan del colegio y un latigazo errante provoca que
nuestras miradas choquen entrelazándose absortas. El chico queda inmóvil por
primera vez desde que le observo. Encuentro su mirada noble e interrogadora, como
demandándome explicación a toda una vida. Me percato que le miro imaginando qué
bichos (¿acaso luciérnagas?) habrá metido en una cajita de cerillas, qué ideas
engendrará su mente, qué sensaciones surcarán su cerebro atropelladamente
buscando el exterior, qué ilusiones abrigará, quién ejercitará su garganta para
enseñarle a hablar, cómo amará, cómo reirá, cómo se quejará, cómo soñará, qué
juguetes tendrá…
Inopinada y bruscamente vuelve la cabeza
hacia su madre, emite un penetrante chillido llamando su atención y cuando lo
consigue gira su cabeza hacia mí. Se eleva altivo sobre sí mismo con orgullo,
estira su brazo derecho y su dedo índice me señala acusador mientras murmura
algo ininteligible. Retiro sorprendido e intimidado mi mirada y mi cuerpo del lugar.
Mi mente no, ella imagina que el muchacho encontró en mí una explicación
largamente buscada a tanta tiniebla, a tanto dolor, a tanto desamor… Yo estaba allí
y ni siquiera fui capaz de transmitirle una pizca de sensibilidad, algo de
calma, o un poco de paz…
Miguel MORENO
GONZÁLEZ
Muy bonito... como siempre, artista.
ResponderEliminarJosé A. Álvarez G. de Guzmán
Bonito pero sobrecogedor. La gente así te transmiten una ternura especial y ayudarles a ser felices es gratificante. Te lo digo porque he pasado horas con unos cuantos. No apreciamos la vida que tenemos y miras para otro lado, pero siempre encuentras alguien que lo pasa peor que tú.
ResponderEliminarMaría Antonia Hernández
No se qué decir... tu reacción fue la habitual, nos descoloca ver una persona con alguna discapacidad y ante la posibilidad de no saber si acertaremos en como comunicarnos y que expresar nos inhibimos.
ResponderEliminarNormal y razonable. Según dicen algunos también ocurre que estos seres humanos nos ponen delante nuestras debilidades y eso nos asusta, no diría yo que no a eso. El comunicarse con ellos con la naturalidad de considerarlos "normales" se adquiere. Por cierto, a mi hijo Jose le encanta cuando le dedicas alguna de tus crónicas taurinas.
Un abrazo. Pepe Vázquez
D.Miguel,como nos tienes acostumbrados, escribes con muchisimo tino y ternura. Cuando montas en la bici te transformas. El otro dia, hablando con mi querida de carbono, me preguntaba: ¿porqué va siempre despistado en el camino?. La tuve que confesar, que era porque monta a Rocinante.
ResponderEliminarBuenas tardes D.Miguel.
Remigio Yuste
Acogedor relato, que todos hemos vivido alguna vez y que aunque nos deberíamos comportar con total normalidad, no lo hacemos, porque nos llama la atención y nos quedamos mirando y observando, como a ti y a todos nos pasa, porque siempre nos empiezan a rondar por la cabeza multitud de sentimientos e interrogantes, será feliz... que pensará de su vida... cómo lo llevará la familia... y que será de él cuando sea mayor... y cuando falten sus padres... por eso, creo que tenemos esa reacción.
ResponderEliminarLuis M. González
El escritito de Miguel Moreno nos ayuda a reconocer lo bella que es la vida y nos enseña a mirar a nuestro alrededor y ver que siempre hay alguien que está peor que uno mismo. Este tipo de gente desprenden una ternura especial y te enseñar a valorar lo que tienes para mi fue muy gratificante hacerlos felices en su día, cuanto tenemos que aprender de ellos.
ResponderEliminarMaria Antonia Hernández
Inexplicable la verdad
ResponderEliminarAntonia Frontelo Morales
Que Bonito
ResponderEliminarAurora Frrera
Escritito que muestra la gran sensibilidad y percepción de su creador.
ResponderEliminarQue cruel e injusta es a veces la vida con algunas personas.Que ha sido de ese niño?