LECTURAS
PARA UN VIRUS SIN CORONA
LAZARETO DE AISLAMIENTO CADALSEÑO
Nuestros desvanes son MAGIA y SUEÑOS
En estos días
de reclusión obligada por el “Coronavirus”,
recuerdo cómo me entretenía de niño en casa sin necesidad de salir a la calle.
Uno de mis lugares favoritos de aislamiento era el desván de la casa de mis
abuelos en Cadalso. Ejercía sobre mí una atracción inexplicable imantándome
casi sin darme cuenta. Con cualquier excusa subía a aquel sobrado de la calle
Carretas –donde tanto el suelo como el techo estaban recubiertos de maderas-, a
fisgonear cosas mil veces vistas, pero que seguían atrayéndome como si fuera la
primera vez. Junto a la escalera –también de madera- dormía un viejo baúl
cubierto de polvo y claveteado con remaches metálicos que contenía ropa vieja
de épocas pretéritas pero no olvidadas; a mi vista aquellas prendas me evocaban
los bailes tan lujosos que tenían lugar en los enormes salones de aquellos
palacios medievales que yo contemplaba en las películas del Cine Condestable. En un rincón apartado,
como si fuera un desván dentro de otro desván, reposaba flamante aún una cuna
de madera donde mis tíos más jóvenes jugaron alguna vez a ser bebés de
postguerra.
Calle Carretas, lugar de sueños de ese otro Cadalso
Pocos años después la ocupé yo con mi esmirriado –decían-
cuerpecito. Mi abuela me narraba durante las largas noches invernales fascinantes
leyendas del pueblo, mientras me contaba que en esa cuna me cuidaba mi tía
Martina, pregonera entusiasta de mis pequeños progresos infantiles, meciéndome
incansable (¿sería llorón yo?) a la vera de aquella lumbre roja que estaba llena
de troncos apoyados sobre dos morillos relucientes, que a duras penas dejaban
sitio a unos pucheros que crepitaban alborozados. Pasaba yo unos segundos
absorto rememorando como serían aquellos instantes y a fe mía que a veces hasta
parecía que la cuna se movía y todo.
Al lado de los pequeños ventanucos que daban a la calle, descansaban
palos largos que servían para varear las aceitunas en invierno, después
sujetarían en el techo de la cocina las viandas provenientes de la matanza que
mis abuelos hacían todos los años. Comentaba mi abuela que gracias a ello
podíamos “salir adelante” aunque yo,
a su decir por culpa de mi abuelo, no comía porque él me asustaba diciéndome
que el guarro tenía triquina. Cerca
de aquellas varas llamaban mi atención los aperos de labranza, las albardas y
los ramales de “Juanita” y “Margarita”, dos burras, la primera más
que la segunda. En el centro del altillo, para aprovechar mejor la luz que
filtraba la claraboya, yacían extendidos los higos azucarados que en verano
habían recogido mi abuelo y mis tíos en las viñas de “El Torrreón” y “Cuatro Vientos”, con ellos se alimentaba dulcemente
a los animales. Olvidada en un recoveco hallé la narria con la que “Juanita” sacaba los banastos de la uva
al camino de La Vía y la cadena de “Tigre”,
fiel perro con rayas pardas sobre el lomo, al que tuve el honor de bautizar con
el beneplácito de los mayores y que acogió una muerte digna del mejor
romántico. Recorrió los dos kilómetros que separaban nuestra casa del huerto de
“La Peluquera” y allí, junto al
brocal del pozo, le encontró mi abuelo una tarde calurosa del mes de julio
apaciblemente muerto.
Había más cosas en la buhardilla, muchas
más cosas que mis recuerdos sitúan con perfección. Por ejemplo: La paja que
servía de alimento a las borricas y que se comunicaba con sus pesebres, situados en la parte inferior de la
casa, mediante una tronera situada en el ángulo más oscuro del desván y que
permanecía tapada con una lona por aquello de las goteras. Un mediodía soleado
encontré un juguete de madera que semejaba un camión con sus ruedas
perfectamente redondas que mi tío Luciano me construyó pacientemente cuando yo
comenzaba a andar, conservaba el cordel del que yo tiraba para desplazarle. La
verdad es que aquella no era época de juguetes para comprar, los sustituíamos
por juguetes que uno imaginaba. De esta manera, las fichas del dominó eran
soldados reglamentariamente uniformados de los cuales el mando le correspondía
al “seis doble”. Las cartas de la baraja de Heraclio Fournier, Vitoria, me
servían para construir plazas de toros y cada uno de esos naipes tenía su
cometido bien definido, verbigracia: Los “reyes”
eran los matadores, las “sotas” los
banderilleros, los “caballos” los
picadores y mulillas y los “ases”
acabaron siendo las barreras y las puertas del ruedo, ¡quién se lo iba a decir
a ellos! En una vieja talega que no resistía ya el peso de las tarteras,
guardaban mis tías las pinzas de la ropa que yo cogía las tardes de verano y
las usaba para delimitar las carreteras que surcaban desafiantes mis héroes
ciclistas de color amarillo, eran pequeñitos y de plástico pero matones. En el
paroxismo de todo aquello, las cajas de cerillas pasaron a ser camiones de gran
tonelaje y la parte baja de los armarios se convirtieron al fin, en valles
inaccesibles que sólo conocían mis soldados de goma.
La luz penetra desde nace siglos en el desván
En aquella especie de lazareto existía algo
que provocaba en mí sensaciones muy por encima de todo lo demás: ¡Era el
tragaluz! Se destacaba desafiante en el lugar más alto del techo y podía
abrirlo subiéndome sobre un tajuelo y regulando su abertura situando los
agujeros de su mango en un grueso clavo. Aquel ventanuco fue apasionándome poco
a poco. Pasaba las horas muertas observando el haz de luz que le atravesaba
yendo a parar su reflejo al suelo. Sin saber muy bien por qué esa brazada de
sol me ponía en contacto con el cielo al recordar las películas religiosas en
las que Dios llegaba, inexorablemente, después de aparecer un haz refulgente
como ese. Los días de lluvia eran diferentes, me encaramaba sobre la banqueta
para observar y escuchar el ruido del agua golpeando el cristal, lo subía y el
agua se precipitaba nerviosa contra mi cara y mi pecho. Miraba las nubes y
deseaba que la lluvia continuara durante toda la noche ya que estaba dispuesto,
armándome de valor y aventura, a subir y contemplar todo aquel espectáculo en la
obscuridad. Nunca tuve valor, como en tantas ocasiones a lo largo de mi vida,
también me faltó en aquella oportunidad para hacerlo. En mi ingenuidad el
tragaluz me parecía que sólo estaba al alcance de los más pudientes, de
aquellos que nunca llevaban pantalones remendados como yo. Ese lucernario me
resarcía de las miserias de entonces y en mis delirios mentales me ponía al
nivel de la gente principal del pueblo. ¡Ahí es nada!
Banqueta
De todas aquellas elucubraciones me
rescataba mi abuela cuando me llamaba a voces para comer o darme la merienda. Siempre
decía lo mismo: “-No comprendo qué haces
ahí tanto tiempo, hijo…” Ese desván ya no existe en Cadalso. El tiempo y la
vida acaban con todo. Yo recogí los restos en forma de recuerdos, como si de
piezas de un rompecabezas se tratara, y lo armo en mi otro desván particular. Ése
al que acudo en busca de algo que no existe para los demás, pero que yo siempre
acabo por encontrar.
Asun, madre de Miguel.
El otro día mi madre hablaba sobre “Ese
virus sin corona”:”Qué buena es toda esta gente, hijo. En todo momento
pendientes de los más débiles para ayudarnos. Si hubiera muchos como ellos,
políticos incluidos que para eso los votamos, otro gallo nos cantaría.” -Tranquila mama, en las situaciones extremas
el ser humano suele ser muy solidario y saca lo mejor de sí mismo. Mi madre
aún conserva el desván en su casa de Las
Sillas. Allí guarda utensilios viejos del campo, de cuando se casó con mi
padre son. Una vez le pregunté por ellos: “Nos
ayudaban para daros de comer a ti y a tus hermanos. Conviene no olvidar nunca
de dónde venimos, por si hemos de volver a ello (Dios no lo quiera…)”
Fotos: Archivo Fotográfico Pedro Alfonso
Museo Etnográfico Casa Corredera
Como siempre nos tocas la fibra porque a todos los que soñamos, el desván es el sitio por excelencia donde se desarrollan nuestros sueños...en todas las casas donde he vivido en Cadalso pasaba las horas muertas en sus desvánes donde se producía la verdadera magia en mi mundo interior... de echo mi desván en La calle Real es mi fábrica Central de sueños...
ResponderEliminarTu lo conoces bien Miguel.
Gracias Miguel
Gracias Pedro
Muchas gracias a ti, Carlos. Siempre me produce gran satisfacción leer tus cariñosos comentarios.
ResponderEliminarGrandes recuerdos y vivencias de nuestro pasado, seguro que ahora, en estos momentos de confinamiento, valoramos mucho más estas cosas y momentos que con el ajetreo diario se nos pasan desapercibidas y casi olvidamos. Y como bien dices, "nunca debemos olvidarnos de donde venimos". Porque eso, como muchas veces hemos hablado, es lo que nos hace ser como somos y llegar a donde hemos llegado, GRACIAS al esfuerzo y trabajo de nuestros antepasados.
ResponderEliminarLuis M. González
Una vez más los textos y las fotos nacen como mellizos de alegría. Gracias Pedro y Miguel, por estar ahí y llenarme la talega de cariño.
ResponderEliminarLuisa
Muchas gracias Luisa por tu querencia hacia nosotros.
ResponderEliminarUn saludo.
La verdad es que parece mentira que desde una montaña se puede coger. Esto
ResponderEliminarAurora Ferrera Ruiz
El Puente de Escalonilla
ResponderEliminarforma una curva cerrada,
y en la noche lo que brilla
no es una estrella amarilla
es Cadalso iluminada.
En Sierra de Lancharrasa
lagartos sin resquemor,
rehabilitan su casa,
y si osado el fuego pasa
le tratarán con rigor.
A CAZA DE LAGARTOS
Iban cuadrillas de mozos
al Cerro del Berrocal,
y la cintura es juncal
y se afeitan ya los bozos.
Armados con un arpón
que fundían los herreros,
armándoles caballeros
del reino de quita y pon.
Al llegar marzo y abril
cuando asoman los lagartos,
las hembras huevos de partos
han puesto en su cuchitril.
Lagartos toman el sol
simulando estar dormidos,
y se ocultan si oyen ruidos
mimetizados en col.
Manejando los arpones
el corucho mocerío,
de lagartos caserío
introduce los rejones.
Y si tiene recovecos
o un laberinto de calles,
ni en remilgos ni en detalles
pierden tiempo entre los huecos.
En la puerta de la entrada
o en raja de la abertura,
a los lagartos apura
yerba humeando mojada.
Y saliendo escopetados
fácil son y débil presa,
del arpón que los apresa
y los mantiene ensartados.
Regresaban los mocejos
cual héroes de una batalla,
que en las crónicas no se halla
a organizar sus festejos.
Y al olor de la fritanga
acudíamos muchachos,
a los que nos daban cachos
de lagarto entre bullanga.
Con unos tragos de vino
manjar eran los lagartos,
en años hueros de cuartos
donde no falto el tocino.
Ya se encuentran pesarosos
ResponderEliminarpor las cifras prometidas,
los autónomos ociosos
los industriales furiosos
y las tiendas abatidas.
El cerco de Stalingrado
lo Podemos padecer,
algunos con desagrado
y otros tantos con agrado:
¿Pero Stalin quién va a ser?
Me encanta la casa que chula Buenas noches
ResponderEliminarAurora Ferrera Ruiz
también jugaba mucho en el desván de chica pedrito
ResponderEliminarDolores Saez Canoyra
Yo también
ResponderEliminarRosa Foncuberta López
Gracias Miguel por este bonito relato.que maravilloso era vivir con el alma limpia de un niño.Recuerdo el desván de mi abuela Ignacia dónde tendía las patatas y cebollas,allí podíamos encontrar desde una silla vieja hasta una bicicleta.En estos momentos me gustaría vivir sumergida en la mente de un niño ajeno al coronavirus.gracias Miguel por el ánimo que nos das en estos momentos tan duros.
ResponderEliminarMaria Antonia Hernández
Ohhh si que recuerdos en las dos casas pegadas que tenian en la calle carretas, también la que vivía cuando yo lo conocí era mi tía como mi abuela Paula, y subía a los desvanes de madera como dice Miguel, y me contaban que antes su madre mi abuela Maria tenia siempre una vasija de rosquillas las escondia pero mi padre que era el pequeño, subía y levantaba el trapito y se iba viendo el agujero de las rosquillas que mi padre cogía y se las comia claro, que recuerdos tenían esas casas antiguas,
ResponderEliminarChelo Villarin Recio
Muchas gracias. Con diferencia, vuestros comentarios son lo mejor de este y de todos los escrititos.
ResponderEliminar