ABUELO MIGUEL
Abuelo paterno Miguel
Al
poco de jubilarse le
sobrevino el mal de Párkinson,
esas cosas que pasan... No acertaba a controlar sus movimientos ni a
coordinarlos. La enfermedad le provocaba agitación (temblores) y dificultad
para caminar y moverse. Poco a poco se iba apagando apacible. Siempre
necesitaba ayuda de los
demás. Al levantarse, entre mi abuela y mi tía, le bajaban a la cocina grande y le tumbaban sobre un jergón que cubría el banco de
madera que estaba enfrente de la lumbre. Y allí pasaba las horas y los días,
quizá recordando
mientras aguardaba en silencio. Se cubría sus ojos enfermos con la boina y las gafas para que no le dañara la claridad y junto a la
oreja izquierda colocaba su transistor pequeño (Sharp) que le entretenía la espera. Si mi tía Francis
y mi abuela Luisa iban a la compra
le dejaban a mi primo Paco, muy niño y muy travieso,
para que le vigilara. Idearon una especie de correa que le enrollaban a la
cintura con la medida exacta para que no pudiera llegar a ningún lugar de
peligro. El extremo libre lo sujetaba el abuelo desde el banco y será
casualidad, pero mi primo se entretenía ese rato, quizá fuese el único de la
jornada, jugando tranquilo en el suelo con juguetitos rudimentarios.
Miguel Moreno Martín, mi padre.
A
las diez de la noche aparecía mi padre en la casa de los abuelos (calle Carretas cadalseña). Muchas
noches me llevaba con él, e invariablemente daba cuerda al bonito reloj de
pulsera del abuelo. Era tan alto mi padre, tan grande y esbelto era, que en la
mili le hicieron gastador. Se bastaba y sobraba para cargar con él hasta el
piso de arriba donde estaba su habitación. Algunas noches, según le llevaba, mi abuelo
empezaba a llorar compulsivamente sin aparente razón ni consuelo. Sería por la rabia de no
poderse valer por sí mismo, o por la añoranza
de aquellos tiempos de trabajo, lucha y satisfacción. O simplemente sollozaba porque
la edad te hace más vulnerable y sentimental. Mi padre no decía nada ni tampoco besaba, sólo
se le ponían los ojos vidriosos mientras yo asistía a ese acto compungido y
pensando en lo malo que es hacerse mayor. Arriba esperaba mi abuela para
acomodarle y arroparle, acercaba su oído al reloj para comprobar que marchaba y a lo mejor también se lo acercaba
al corazón. Y ya está. Eso era todo. Una noche más. Sé que esta cosa mía de la melancolía me viene
de ellos. Este recluirme hacia dentro, esta soledad que me atrapa, este
misterio que nunca nadie alcanzó a descifrarme. Esta emoción es herencia
genética de ellos.
Miguel y Luciano
Un
día después de Reyes que amaneció soleado,
luminoso y sin mucho frío, el abuelo no se pudo levantar ni aún con ayuda. Mi
padre me dijo -con naturalidad- que no me extraviara mucho porque se estaba
muriendo. Y era verdad. Lo intuyó como intuía el tiempo que haría mirando al cielo. Caminando por el Hornabajo una vecina me preguntó por
él. -Mi padre me ha dicho que se está
muriendo -le respondí-. Ella exclamó: “¡Virgen
Santísima!”. Subí
por la escalera de madera a su habitación. Toda la familia rodeaba la cama. Era la misma que estrenaron cuando se casaron
mis abuelos. Antes era así: uno se moría en la misma cama de la noche de bodas
y, sino, en la de tu nacimiento. El
abuelo respiraba entrecortadamente y entre sonidos
extraños. En esos casos los niños de entonces decíamos
que estaba dando las "bocanás”.
Mi tío Justo alargaba hacia su boca
una mascarilla conectada mediante un tubo a una pequeña bombona de oxígeno. -Déjale, Justo,
-le rogaban los demás-. Pero él no hacía caso. –¡No veis que está reaccionando! -contestaba inquieto-. No quería
darse cuenta, no admitía, no asimilaba… que su padre se apagaba por momentos.
De repente, lanzó un suspiro profundo, largo, como conteniendo toda la pena del
mundo. Y expiró. Mi padre dirigió la mirada a un rincón, mi madre me miró
abatida y yo ya no pude resistir más y rompí a llorar. Era la desolación, la injustica de la
muerte. Esa cruda realidad que jamás comprenderé.
La
mañana siguiente amaneció gélida. Mis tíos agarraron la caja de buena hora y la
subieron a sus hombros. Los demás caminábamos detrás. Le llevamos lentos al
cementerio y le metimos en un nicho que hicieron junto al de su hija mayor, mi
tía Martina, muerta de una extraña
enfermedad unos meses antes. Fue un entierro como tantos otros, porque como los otros, él tenía sus
virtudes y defectos. El pueblo dio en fila el pésame a la familia. Al acabar,
según marchábamos a casa de mi abuela, sentí mucha pena. Recordé aquella vez
que veníamos los dos de la viña y Juanita,
la borrica, se asustó de algo y le tiró.
Le atendí rápido, le incorporé a pulso de un tirón y vi la cara de susto
que tenía. Él, se lo dijo esa noche a mi padre: -Migue está delgado, pero
tiene fuerza. Si vieras como me levantó..." Lo supe porque le oí a mi
padre contárselo a mi madre.
Mi
padre me enseñó, lo comprendí después, a ver la naturalidad de la vida y la
muerte. Por eso me llevaba con él, para que aprendiera que mi existencia no siempre sería como jugar de crío a
los toros. En mi edad actual, mis pensamientos siguen siendo infantiles, casi
los mismos de antaño. Yo aprendí todas estas cosas entonces. Y las aprendí con
la realidad del ejemplo cotidiano, ya que en muchos hogares cadalseños no había
ni para comer. Aquellos
muchachos aprendíamos desde chicos a sobrevivir, pero también a ser solidarios, honestos, a compartir el bocadillo con el
que no tenía. Y claro, de vez en cuando vienen a mi mente estas vivencias. Comprendo que ellas educaron a nuestra generación con unos
valores y unas aspiraciones que mamabas desde abajo. Y tenías que espabilar,
agudizar el ingenio y aprender
del entorno antes de que
éste te devorara. Eso sí, procurando no hacer daño al prójimo. Creo que eso ha cambiado bastante
en la actualidad. La
vida lo cambia todo. Lo que no cambia jamás es la muerte.
Con mi abuela Luisa
Sigo
recordando aquellos 14 de
septiembre en que los abuelos invitaban a merendar a toda la familia
después de los toros. Según
llegan las Fiestas de Cadalso y la Navidad, los echo a todos mucho de menos. Me
tomo varias copas a su salud y hay ocasiones, sin saber por qué, que el licor se mezcla con las
lágrimas del recuerdo. Saben especiales esos güisquis. Sí, pero ya no soy el
mismo...
Miguel MORENO GONZÁLEZ
Que historias tan bonitas y tristes a la vez
ResponderEliminarPilar Calvo Villarín
Me encantas como tu bien dices..... La nostalgia se apodera de nosotros y cada 14 de septiembre, lo sabemos muy bien. TE QUIERO PRIMO MAYOR.
ResponderEliminarBonita historia
ResponderEliminarEL CEMENTERIO DE CENICIENTOS
ResponderEliminarAposento de las cruces,
paseo de los cipreses,
morada sin más reveses
donde daremos de bruces.
Sin hacer cual avestruces,
escondidos bajo el ala,
la Muerte vendrá a la sala
y a coruchos insepultos
nos mostrará informes bultos,
despojos en su antesala.
Saturnino Caraballo Díaz
El Poeta Corucho
Entrañable.. pero eztraña.. Solo conocí a un abuelo.. y no fue tan cercano como para que, yo niño, lo lamentara bastante.. En fin.. Bonito.
ResponderEliminarMaravilloso, Miguel. Aquellos recuerdos que, como sabiamente dices, nos hacen volver a vivir, son algo que cada vez pueblan más nuestra mente según vamos envejeciendo. No en vano, nuestra memoria de carcamales cada vez falla más con los recuerdos del pasado inmediato pero, sin embargo, recupera con más intensidad los recuerdos remotos. Posiblemente la siempre sabia naturaleza nos retrotrae al pasado para que seamos conscientes de lo llenas que han estado nuestras vidas y así, reviviendo el pasado, nos vayamos preparando para la muerte. Gracias y un abrazo.
ResponderEliminarLuis Carlos T.
Es un relato entrañable, como los suele hacer mi amigo Miguel. Tengo unos recuerdos de cuando teníamos 19-20 años imborrables. Fue la época en la que yo acudía a Cadalso. Recuerdo los recibimientos que su familia me hacía, yo me sentía de la familia porque ellos me trasladaban esa sensación. Nunca olvidaré los viajes que hacíamos al huerto del padre de Miguel y que tanto me agradecía; era yo el que debía estarle agradecido. También recuerdo el día que se casaron Paloma y Miguel en el Salón de Bodas: La Catedral, en el Camino Viejo de Leganés. Y cómo su hermano Justo le pedía repetidamente que le comprara una escopeta de perdigones. También recuerdo de mis visitas a Cadalso, que muchas eran muy nocturnas, que al día siguiente tenía que asistir de camarero, a servir bodas, a Sotillo de la Adrada. Cuando la gente estaba en el postre, mi zona empezaba el segundo plato. ¡Lo que había que hacer para sacarse unas perrilas para luego gastártelas con los amigos tan a gusto! En fin, podría contar tantas anécdotas que me estaría un día entero escribiendo, algo que no me gusta, al contrario que mi amigo Miguel que tan bien lo hace. Quiero agradecer sobre todo el cariño con el que me trató esta familia, incluyendo a su abuela y tía maternas. También agradezco a Miguel las amistades tan buenas que hice en ese pueblo tan bonito que le divisa La Muñana. Gracias familia. Un abrazo.
ResponderEliminarManuel Reyes Elena.
Muchas gracias a todos por vuestros comentarios tan sentidos. Gracias en nombre de todos aquellos que ya no están y en el mío propio. ¡Felices Fiestas de Cadalso!
ResponderEliminarEstos recuerdos no se pueden olvidar. Para poder explicar a tus hijos. Y al escribir una herencia preciosa.
ResponderEliminarSusana Nicolas Lahoz