Casillas: LAGRIMAS Y HOJAS
Muchas veces cuando
subo en bici a Casillas por la
durísima carretera de Venero Mañas
recuerdo lo que dijo el ciclista Bernard
Hinault: "-Escalar un puerto es como interpretar una melodiosa e íntima
sonata para piano". Esa reflexión provoca en mí una sensibilidad
especial que me hace más receptivo a todo lo que me rodea. En su trayecto
diluyo el sufrimiento físico en sensaciones especiales buscando abstraerme del
sudor. La parte final es un frondoso bosque de castaños. Es invierno. Sus hojas
y erizos vacíos los amontonan los casillanos por las laderas para después
prenderlos fuego; el humo que se eleva majestuoso es de un gris compacto y
macizo que se anuda en el vacío al más hogareño de las chimeneas para marchar,
al fin juntos, en busca de las nubes que acurrucan la cumbre del cerro Casillas, y lo someten, como si
de un Dios etéreo y protector se
tratara, a un género de sortilegio mágico que la llegada del anochecer dibuja
de atracción y misterio.
Este puerto me atrae de manera extraña y
placentera. Es un mutuo desafío que a ambos nos resulta imprescindible. Yo le
venzo, pero él es eterno y mis victorias acabarán siendo sus triunfos. Lo
asciendo a lo largo del año decenas de veces sintiendo su dureza en el pecho y
sus cambios estacionales, que se elaboran en su fibra más íntima, en la mente. Así, en
primavera revienta todo de vida, olor y color; en verano la gente toma el sol
sobre un césped intenso y pulcro, en otoño son las hojas y la perplejidad
quienes se enseñorean del entorno y en invierno la escarcha o la nieve lo
adornan con un tapiz inmaculado. Me encaramo a lo más alto antes de entrar en
el pueblo. En la explanada que lo corona han construido una hermosa piscina,
imparten una bella lección de como insertar lo humano en la naturaleza sin
dañarla, ofrecen un equilibrio armónico, una perfecta simbiosis que cautiva mi
inmensa ignorancia. Cruzo el pueblo y distingo frente a mí un hombre que
observa mi paso y el del día pegado al cristal de su ventana. Limpia el vaho
del vidrio con su mano derecha, veo, entonces, fugazmente, su mirada
melancólica y cansada incrustada en un rostro de vertientes infinitas, imagino
que germinadas con el cuidado y la veneración al bosque que distrae su
añoranza.
Serían las nubes, o quizá el humo, o a lo
mejor la mirada de ese hombre, o tal vez el recuerdo de cuando sus habitantes
iban a Cadalso a cambiar castañas
por higos, o mas bien alguna desconocida melodía, o puede que el hechizo del
monte, o quien sabe qué extraño encantamiento me llevó de nuevo allí aquella
misma tarde acompañado de Paloma.
Los copos de nieve se suspendían suaves con un estilo que semejaban plumas
desprendidas de las alas de unos ángeles juguetones e ingenuos que alguna vez
se hubiesen divertido cuando niños con nosotros.
Callejeamos en continuas cuestas y cuanto
más miraba más me admiraba que todo aquello fuera actual. Era como volver a un
tiempo que me inventó el cine para ayudarme a soñar; ese instante se identificó
conmigo y le respondí con igual moneda y entusiasmo. El frío nos llevó al "Chiringuito La Rueda";
mostrador, paredes y estantes de madera, flotando sobre nosotros un ambiente de
bohemia y romance. Dos cafés, un "¡qué
frío!" con típicos movimientos y un hombre, en la barrera peligrosa de
la madurez, que apostilla que "esto no es nada". Ganas tenía él de
hablar -intuí- y yo, ¡casualidad!, de escuchar y vuela una Paloma que nos regala su expresión más hermosa. Me quema el café y
a Martín, ese es su nombre, le
queman demasiadas cosas en algún lugar indefinido entre la memoria y el
corazón. Por decir algo, dije que parece que volvemos a los inviernos de antes,
que en mi niñez siempre nevaba y que es
curioso, pero que creo que la nieve es el meteoro de la alegría por
antonomasia. Y lo dije así, de frente y en rectitud, con la muleta tersa y bien
adelantada en la mano izquierda, dispuesto a cargar la suerte y ligar sin
demora con el de pecho. Ahí nadie se "repucha" y éste no tiene pinta
de "probón", pensé. No lo era, no me equivoqué. Ventea el aire en
suspenso que su aliento sazona, brillan sus ojos con la luminosidad
inconfundible de la dignidad y a continuación entra al trapo bravamente, como
los hombres que se enfrentan valientemente a su destino por desabrido que éste
sea.
"-El invierno es la resignación del
campo ante lo irremediable. El otoño le avisa pero él, incrédulo, no presta
atención, después así le tiene la
cuenta. El tiempo se mete en friuras y apaga sus colores y le
entristece, y llora; porque habéis de saber que las lágrimas del campo son las
hojas secas, -al igual que cuando verdes son sus sonrisas- que caen por doquier
y se remansan por los rincones que son sus lagrimales. Yo colecciono hojas
secas que es como coleccionar lágrimas del campo. Subo al monte, lo recorro y
cojo hojas de variopintas formas, clases y tamaños. A la noche -estas cosas es
mejor hacerlas por la noche por aquello del que dirán- las ordeno, doy nombres,
clasifico e identifico una a una; añado datos como fecha, lugar de encuentro,
postura en que la hallé e, incluso, la íntima sensación que percibí resumida en
una frase que al releer me recuerde aquellos instantes efímeros pero intensos.
Además incluyo datos más técnicos, como procedencia y referencias concretas a
su especie, porque las hojas, al igual que las gentes de la montaña, llevan
grabadas sobre su faz la radiografía de su alma. Muchas las conozco a primera
vista, mi padre me enseñó a identificarlas. Como conozco los pájaros por su
canto, reconozco las hojas por su crujir al pisarlas o por su lamento al chocar
contra cualquier obstáculo."
Fuera, copos y plumas en disputa chocaban
contra el cristal de la ventana de madera deslizándose tenuemente, igual que
resbalan las lágrimas por las mejillas, hacia el anochecer; acompañaba ese
lamento una música de adolescentes ebrios por hacer realidad sueños que,
silenciosos, les ofrecen una posibilidad a lo inalcanzable una noche
cualquiera. Después de esta serie de naturales nos fuimos al anillo, allí se ve
mejor la emoción de la verdad, con un movimiento preciso de muñeca le fijé;
había que apurar al máximo esa nobleza conmovedora. Pregunté por el antes del
invierno y las hojas secas, que una vez fueron verdes. Suspira, reclina la
cabeza sobre la palma de su mano izquierda
y acomete resuelto
con los ojos clavados en el percal del amor.
“-Comprobé en corazón propio que todo ser
humano tiene su auténtico amor en algún lugar de este mundo. Que todo en el
universo gira y gira y sólo en un porcentaje ínfimo llegan a descubrirse ambos
amores. Son dos planetas que se encuentran gravitando en el cosmos de los
sentimientos. Creo, incluso, que algún "privilegiado" puede tener más
de uno. A veces confrontando propias y ajenas experiencias llego a esa
conclusión. Muy pocas personas llegan a percibir lo que significa encontrarse
cara a cara con el amor de su vida. Sin embargo, su hallazgo a contratiempo
puede ser doloroso, a veces dolorosamente doloroso, así de complicado es el
negocio del amor. Sientes vértigo amoroso, un vértigo triste por ese amor
venido a destiempo, que se cuela cuando muchas cosas son ya irremediables. Amor
que exige de abandonos, amor que de
seguirle no tendrías posibilidad de marcha atrás. Todo gran amor atesora dolor.
En ocasiones tienes que renunciar a él y entonces sientes que también renuncias
a esa parte tuya vital que sólo podría realizarse en plenitud junto a él, esa
esencia de lo mejor de ti supongo se perderá en algún almacén desconocido de
sentimientos, qué amargura da reconocerlo. Tienes que hacer ímprobos esfuerzos,
mal encaminados a veces, por intentar transformar amor en saludos, pasión en
rutina, mágica locura en sonrisas de compromiso, sueños en anodina realidad...
Y así, lentamente, te vas dando cuenta que cada día vas enterrando lo mejor de
ti en fosas desconocidas. Y lo que es peor, que has podido querer de manera
arrebatada y bella a destinatarios que nunca supieron el alcance de lo sucedido
mientras uno estaba convencido de estar palpando algo así como un prodigio. En
ocasiones hasta quisieron -como si uno lo desconociera- desengañarte como se
desengaña a un niño cuando quiere acariciar un felino. Olvidan que puedes
querer felinos desplantes que habitan en selvas abominables."
Mirada perdida que mece un rictus de amarga
sonrisa. Por primera vez hizo ademán de "rajarse", le animé a
escuchar el clamor que su faena levantaba en la ya declinante tarde. Observé
como se crecía gallardamente en la caricia. Y yo me recreaba en la seguridad de
estar ante alguien fascinante e irrepetible...
"-Vine aquí para seguir optando -entre
un ensueño verde, húmedo, silencioso y frío- por el humanismo de la naturaleza,
no quise traicionarme a mí mismo en la derrota. Vine a curar las heridas del corazón a
este "hospital del alma".
Vine a congelar lo que amo para ahorrarme el espectáculo de su lento deterioro,
y aquí llevo... lo que me queda. Vivo solo, que no abandonado, en una casa
colgada de un precipicio que parece volar los días de viento por sobre las
copas de los árboles. Desayuno en un tazón sopas de pan disueltas en leche y un
poco de cacao para darle color. Compongo notas musicales con un viejo oboe
mientras miro de reojo el cielo ya que si lo hago franco siento como un mareo.
Leo El Quijote porque creo que quien
vive en esta vida no puede pasar de largo sin sentir el placer de querer como
él lo hacía; lo leo, además, porque es de pueblo, como yo. La convivencia con
estas gentes me enseñó a querer el campo de una manera admirable viéndoles
acariciar las plantas mientras andan sigilosos entre los surcos. Cuando esta
generación de hombres y mujeres desaparezca, desaparecerá con ella una forma
genuina de amar la tierra que no sé si tiene el relevo adecuado. Es un amor
que, como las raíces, se sumerge en sus entrañas hasta entregarle en ocasiones la vida. Estos seres son
los protagonistas destacados de la última parte de mi existencia que han
sosegado y llenado de hermoso contenido. Ellos me han demostrado, a pesar de
mis dudas al respecto, que cuando estamos al límite siempre aparece alguien en
nuestra vida que nos ayuda a seguir avivando nuestra luz interior. Por eso en
las fiestas del pueblo llego a imbuirme de su espíritu portando su camisa a
cuadros que manchan de comida, bebida y sudor pero también de alegría
emocionada que los más veteranos difícilmente contienen. Para ellos -y ahora
también para mí- representa manifestar sin tapujos el amor hacia su tierra que,
como sus padres, jamás les traicionará. En Navidad
bebo con ellos y cantan para mí ese villancico: "Madre en la puerta hay un niño", saben que pienso que
resume fielmente la hospitalidad, el amor y la melancolía de estos lugares. Yo
procuro disimular la mía refugiándome en casa. No acepto invitaciones. No es
agradable verme traicionado por la emotividad ante seres tan nobles."
Silencio elocuente. Nos levantamos. Le
comenté que muchas mañanas paso por aquí en bici. Me mira, como si algo suyo
formara parte de ambos desde hacía mucho tiempo, y me dijo entonces que admira
la soledad de los ciclistas porque es una soledad que impulsa y que seguramente
ello me habrá ayudado a comprender muchas de las cosas que ha contado. Los
ciclistas me hacen meditar, no nos resultará difícil ahondar en el bello
sentimiento de la amistad, concluyó alejándose de allí. Asentí afirmativamente
con la cabeza y apretando los labios, no podía ocultar la fascinación provocada
por sus palabras.
Al salir Paloma y yo de aquella especie de nube, la nieve desprendía una luz
intensa confundiendo la
atardecida. Los tejados estaban blancos y por algunos
rincones o lagrimales de las calles sobresalían implorantes hojas diminutas. Le
dije a Paloma que esperaban, un
tanto temerosas por la tardanza, a Martín.
Intentamos tranquilizarlas y marchamos abrazados en pos de una nueva versión
del amor que un coleccionista de hojas nos había revelado una tarde invernal
cuando fuimos al "Chiringuito" de un pueblo en la montaña a tomar
unos simples cafés. Con leche, por favor, es para darlos un poco de color...
Miguel
MORENO GONZALEZ
Fotos: Archivo Fotográfico Pedro Alfonso