A Paco, mi padre, que en sus años mozos
fue segador errante.
Al llegar la primavera
la carta se recibía
con desbordante alegría.
Oliendo a sudor y a era,
a espiga y a rastrojera.
Portaba dos buenas nuevas:
el pan para el segador,
reanudo de labor,
dinero en las casas cuevas,
y advenimiento de brevas.
Organizar la cuadrilla,
segadores y un atero,
y echar mano al refranero:
compañero ancha es castilla,
y
el sol nos alumbra y brilla.
Con las alforjas al hombro
hombres recios y curtidos,
los aperos bien asidos
sin sorpresa y sin asombro.
Ya no están y no los nombro.
Compartiendo pan y sal,
su afán y pobres destinos,
errantes por los caminos
duros como el pedernal,
siempre en busca de un jornal.
Por sendas y vericuetos
llegaban hasta el Molar,
con las piedras de amolar
quemados los esqueletos,
y en la vestimenta escuetos.
Dormían en los rastrojos
o con suerte en un pajar
la hoz en hendir y cortar,
heridos por los abrojos,
y de sol ciegos los ojos.
Se ajustaban por fanega,
perdidos en la llanura
con ardor de calentura,
y el sudor que todo anega
en cuanto la hoz se despliega.
Tras tres meses de labor,
de quebranto de riñones,
soñando con los jamones,
retorno confortador
y entre familia el calor.
Y allá lejos columbrada
ven la imagen de la peña,
de Cenicientos su enseña,
con moneda bien ganada
y la arribada soñada.
Bello y evocador poema de un tiempo al que nuestros padres se crucificaron buscando salvarnos.
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