Amadís de Gaula sin hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta
fama como el que más.
(Don Quijote)
NOCHEBUENA EN LA VIÑA DE CUATRO VIENTOS
El teso
aparece a los cuatro vientos coronado
por la humilde casilla: una sola pieza, un solo fogón, una sola chimenea, un
solo cobijo para varios si es menester. A su alrededor pululan alegres unos
pequeños almendrucos, sus ramas
chocan frenéticas entre sí los días de vientos otoñales produciendo sonidos que parecen lamentos,
como esos quejidos desolados que desprenden las cuerdas de un viejo violonchelo
y que sin saber el motivo me entristecen. A unos pocos metros de allí se
arraciman unos chaparros frondosos que dejan libre un caminito que llega hasta
un despejado y reducido círculo que está dentro de su corazón, en él me
introducía imaginando ser un hombre solitario que buscaba defenderse de la
inhóspita montaña nevada guareciéndose en una cabaña solitaria. Desde allí el
paisaje es inigualable: viñas, campos, trochas, Los Cantos de la Horca, El Arenal, el arroyo Tórtolas, los cerros de
Casillas y Guisando, las sierras de Gredos y Guadarrama y “Praocerrao” entonces con sus toros de lidia y ahora con su
ganado vacuno. “Abuelo: ¿Por qué no me
llevas antes de que apriete el calor a ver de cerca los toros? Algún día te
brindaré el toro de mi alternativa y nos emocionaremos juntos y estarás
orgulloso de mí cuando te lance las dos orejas”. Él se reía por lo bajo con
la boina caída sobre su frente perlada al tiempo que se le movía la barbilla
como si no pudiera hacerse con ella. Años después ya le rilaba todo el cuerpo y
lloraba mucho mientras yo le ayudaba a subir sobre “Juanita”; lloraba por
nada o por todo, que yo era chico y no alcanzaba a comprender bien ciertas
cosas de los mayores. Lloraría, digo yo, porque no lograba montar solo, porque
no podía andar, porque sentía que la vida le derrotaba, porque se le cerraban
los ojos sin querer y… a lo mejor, ahora que lo pienso, en realidad lloraría
porque no podría ir ya más a su viña. Es lo que más recuerdo ahora de él: su
llanto desgarrado con el que acabé familiarizándome en tanto unas “velas” pobres y tristes pendían de las
desconsoladas ventanas de mi nariz.
Un día de la Pólvora descargó una tormenta imponente, hicimos lumbre dentro de la casilla para refugiarnos: yo del miedo, él de sus añoranzas y ambos del agua y de aquel inmenso desamparo que nos atrapaba. Según escuchábamos las noticias en su pequeño transistor (el mismo que se llevó para siempre un día después de Reyes cuando ya no volvió a llorar) él hablaba buscando entretenerme y así calmar mi temor. Salió el sol y aquella tarde maravillosa se me petrificó para siempre en la memoria y después otras tardes siguieron pareciéndose a aquélla y entonces, sin venir a cuento, noto como si no pudiera respirar porque se me forma una bola en la garganta al recordar a todos los que ya no están conmigo, parecida a la que se me formó esa tarde según íbamos hacia el huerto de La Vía para recoger unas judías verdes y unos pocos tomates “p’a echar el día”, decía satisfecho el abuelo, oyendo los cascos de “Isidro”, “Margarita” y “Juanita” chapotear sobre los charcos de
Los surcos del arado
Cuando él sudaba le resbalaban unas gruesas gotas por la cara que se precipitaban contra la tierra y marcaban sobre ella tenues agujeritos que años después, vendimiando en jornada calurosa, jugué a encontrar para compararlos con los míos. Pero no había comparación posible, que va; los suyos eran más brillantes, más hermosos, más conmovedores y todas las criaturas de la viña se paraban sorprendidas a admirarlos. La abuela contaba como mi padre-niño lloraba en la viña desconsolado y asustado un día que no veía a su progenitor ni a mi tía Martina que quitaban los guijarros que entorpecían y afeaban el terreno. Aseguraba la abuela que gracias a esa viña (eso lo reconocían todos) la familia pudo salir adelante y no pasar hambre, porque aunque suene raro decir esto ahora, antes había hambre y algunos se aprovechaban de la que padecían los más débiles. A veces parece como si el ser humano perdiera los sentimientos el día que encuentra unos billetes, sucede ese día en que descubre el precio de todo y el valor de nada.
Las casetas de los camineros
Recuerdo la mañana de aquella nochebuena con todos los majuelos que estaban junto al arroyo Tórtolas blancos por la escarcha y rememoro la tarde de esa misma nochebuena con una niebla que de cuando en vez se disipaba para que aparecieran las hierbas irisadas y gozosas debajo de unos pinos que soltaban humo cuando recibían el contacto de un sol pálido y triste. Era el homenaje del campo a
Es una evocación bonita de Cadalso y los cadalseños
ResponderEliminarMuy grande este recuerdo de aquel Cadalso y aquellos que nos lo dieron todo.
ResponderEliminarMuchas gracias.
Mariano
Son chorras
ResponderEliminarChorras? Te refieres a las tormentas? Es cierto las había y grandes.
ResponderEliminarQué bien sabes transmitir, Miguel, todo ese cúmulo de sentimientos y emociones que todos, creo, sin excepción hemos sentido en nuestra infancia, especialmente por Navidad cuando toda la familia se reunía al calor del hogar a celebrar la nochebuena, dejándonos ese recuerdo grabado y añorado para toda la vida.
ResponderEliminarFeliz Navidad a todos.
Balta
Es cierto que se recuerdan muchos detalles de nuestra niñez y sobre todo de estas fechas, como bien nos relata Miguel.
ResponderEliminarUn relato lleno de amor y cariño el que nos entrega Miguel.
ResponderEliminarMuchas gracias.
Mariano