Y digo yo: ¿Qué nos impide
alegar una cita ineludible con la vida, unas décimas de calentura o una visita
al notario? Como cuando éramos chavales, volver a sentir el placer de hacer
novillos y largarnos de la oficina, de la fábrica, del tajo o del taller con el
gesto compungido para relajarlo a la vuelta de la esquina. Nadie nos ha visto
sonreír por dentro, nadie va a enterarse de que abandonamos la dichosa y
agobiante monotonía madrileña para emprender el camino hacia el libre y encantador
misterio cadalseño.
La carretera está poco
transitada y, de tramo en tramo, los brazos de las acacias forman túneles con
los que bromea feliz el sol. Llegaron las primeras nieves y, en la distancia,
de frente, se funden los blancos de las cumbres con las caprichosas y
juguetonas formas de las nubes; remonta el vuelo una bandada de pícaros
gorriones y una ráfaga de aire levanta las ligeras hojas de los chopos que
están alineados a ambos lados del arroyo, por debajo se dibujan cristalinas sus
aguas por arriba se pinta de amarillo su anhelo.
Huele a frío en Cadalso,
huele a limpio y a paz; frágiles carámbanos, que en mi niñez helaron mi cuerpo
y hoy hielan mi alma, cuelgan de los tejados que están en la umbría de la calle San Antón ;
niños sonrientes que van de la mano y con “baby” azul, cruzan raudos la
Corredera hacia mi niñez; hay claveles dispersos sobre la tumba del amigo en el
desolado cementerio que está más habitado que este desconsolado pueblo; asoma
una rosa roja, huérfana y solitaria, por la verja de un jardín abandonado a su
suerte cuando acabó el verano. Caminamos al reencuentro del abrazo invernal
entre la humilde retama destronada y el altanero pino coronado por un enorme
nido de milanos; se han cubierto las laderas de un terciopelo pardusco y, al
atardecer, el cielo se columpia del crepúsculo adornándolo con trinos de
jilgueros que enredan entre una brisa suave que choca contra nuestros rostros.
Un silencio doliente nos conmueve, acompañan nuestros pasos el crujido de la
hojarasca y el chapoteo de los charcos dejados por las últimas lluvias, son como
cristales diseminados que sin querer se clavan en nuestros pies; la piedra
acoge el brillo verde del musgo que husmea una oveja a la que curó sus llorosos
ojos Pablo, pastor que se emociona al recordar aquel día que vivimos juntos en
“El Venero” ya hace muchos años, cuando nuestra ilusión aún estaba intacta e
inmarchitable.
Duele admitir que los días
sean un tumulto de ruidos y máquinas, que estemos dominados por el dinero, la
prisa e Internet. Pero me asombra que baste una hora para olvidar la aspereza y
la miseria de las calles atestadas, el alarido de las sirenas que nos
sobrecogen, el aullar del móvil que nos custodia y el mando a distancia que nos
mediatiza. Aquí no hay finos e hipócritas modales, ni publicidad que nos
recuerde la obligación de consumir desaforadamente, aquí el tiempo deambula sin
que nadie le ordene y se percibe no como rigor sino como un regalo. Un premio
inesperado, sentimental e inolvidable. Un obsequio que cada cual, sin mediar
palabra, tiene el privilegio de poderse conceder. Al menos, mientras viva la Naturaleza
y la respetemos para quererla y... querernos.
Miguel Moreno González
Fotos: Archivo Fotográfico Pedro Alfonso
Como siempre muy emotivo e íntimo.
ResponderEliminarGracias Miguel y Pedro
Como siempre, Miguel, vibrante, elocuente, bello, muy bello, un respiro en nuestra monotonía madrileña, un vial e literario a ese sitio que queremos, a ese, cantaría el malogrado Antonio Vega, "Sitio de mi recreo", meta añorada de todos los "cadaseños errantes.
ResponderEliminarUn abrazo. Balta
¡¡Qué bonito y que verdad, una vez más y como tú bien sabes describir, como dice el dicho ¡¡Un brindis por esa persona que sólo con sus palabras te hace alegre la vida!!
ResponderEliminarUn abrazo
Montse