LAS CASETAS
Las casetas de los camineros en la actualidad____2012
Aunque nací en San Antón 41, en estas Casetas tan características y conocidas en Cadalso pasé la siguiente etapa de mi vida. Viví primero con mis abuelos y tíos y más tarde con mis padres y hermanos. Creo recordar que moré aquí hasta los 22 años. Guardo memoria fotográfica de todo lo vivido, así como de las diferentes piezas con las que sigue contando (más deterioradas, eso sí) este emblemático inmueble cadalseño. Según veo las fotos de Pedro Alfonso voy sumergiéndome en los recuerdos que cada una de ellas me ofrecen. Nosotros residíamos en la vivienda de la derecha, mirando de frente.
Puerta de entrada a la vivienda de Miguel y Asun en las casetas____2012
A la izquierda vivieron primero las familias de Ricarda y Enrique “Candiles” y después la de “Tenta” y Ángel Navarro. En la parte superior habitaba la familia del Capataz, inicialmente la de Capitolo y Felipa y años después la de Faustino “Peque” y Mari. A sus espaldas posee un amplio corral distribuido equitativamente. Cada familia contaba con una cuadra para las caballerías y un corralillo para los cerdos y las gallinas; además de un “tenao” de uso compartido donde solía guarecerse el carro-cuba que se utilizaba para regar las carreteras que se asfaltaban y refrescar la arena de la plaza de toros en septiembre. Destaca en la entrada a ese recinto el escudo azulejado en azul de la extinta Diputación Provincial de Madrid, nombre ampuloso que deglutió sin compasión la Comunidad de Madrid, perteneciente ésta a la nombrada España de las Autonomías.
Escudo de la Diputación Provincial de Madrid que aun puede verse en las casetas____2012
Nada más arribar, nos daba la bienvenida un perrillo negro metálico (doblado e inutilizado hoy) situado a la derecha del porche que preside la imagen labrada en pequeños azulejos de Ntra. Sra. del Perpetuo Socorro, ese porche delimita la entrada a las viviendas. Tan original cancerbero ejercía de guardián mudo y paciente y lo utilizábamos para limpiarnos el calzado del barro y de los excrementos de los animales antes de entrar en casa. Recuerdo una gran acacia que nos servía -a mis hermanos y a mí- para jugar al baloncesto introduciendo el balón entre un hueco de sus frondosas ramas que imaginábamos como apropiada canasta agujereada.
El perro a la entrada de las casetas y que servía para limpiarse las botas.____2011
Sobre su tronco yo adosaba con chinchetas los carteles de toros en verano y, en invierno, colgaban mi abuelo y mis tíos los guarros abiertos en canal, inmolados a San Martín, para que se oreasen al cierzo cadalseño. Aquellos marranos se sacrificaban para elaborar la matanza que era el sustento más preciado –y casi único- durante aquellos años en los que daba los últimos coletazos la hambruna de la posguerra. Era una visión extraordinaria y fantasmal la que recibían los transeúntes de toda laya que osaban pasar por el lugar. Impresionado y consternado se quedaba más de uno ante aquel espectáculo que pendía del árbol apareciéndose entre la obscuridad y la niebla de las noches invernales.
Imagen de Ntra.Sra. del Perpetuo Socorro____2012
A la sombra de esa acacia, sentado las tardes de verano junto a mi abuela y mis tías que cosían incansables, yo, todavía infante imbuido de nobles ideales, devoraba tebeos que me dejaba Teodoro “Vigi”, el cual poseía una facilidad admirable para cada día ofrecerme novedades que me llenaban de felicidad. Él al ver mi expresión de asombro reía con ganas y solía decirme: “¡Anda bolo!”. Teodoro y sus tebeos poblaron mi mente de imaginación y de una muy torpe inspiración literaria que nunca le supe agradecer. Me regaló una colección “nuevecita” de Hazañas Bélicas que leí junto a la lumbre del comedor-cocina. Rememoro que, en mis asuetos lectores, jugaba a los cuernos con mi abuela y depositábamos las cartas sobre su negro e inmaculado mandil. Y es que servidor leía sin parar hasta que el dolor de cabeza resultante del esfuerzo aconsejaba un descanso reparador; al rato volvía sobre los tebeos con renovado ímpetu, despejado brío y desenfreno aventurero sin par. Por fin, me adormilaba al calor del “ascuarrir” y apoyaba mi cabeza entre el regazo de mi abuela y ella, con infinita ternura, aprovechaba para acariciarme y, de paso, peinarme con la “liendrera” en busca de parásitos. Así estaban las cosas entonces.
Detrás de la casa, que en realidad era el lateral derecho de ella, mi abuela me llevaba de niño para darme el biberón que yo absorbía con delectación inusitada. Ya era algo mayor para esos menesteres y, mesurados y cómplices, ambos creíamos conveniente no mostrarnos a la pública curiosidad. Justo enfrente, según disimulaba mi libación, observaba, entre las vallas de alambre y soportes de hierro, el frenético deambular entre aves de Tony, Carlos y Acho (algo más mayores) en la Granja propiedad de sus padres, Antonio y Ana María. No paraban de dar alambicados e intrépidos argumentos semejantes a los que figuraban en las viñetas de los tebeos. Ya adolescente, en ocasiones, me uní al grupo que formaban ellos y algunos más que se incrementaba en verano: Felipín, Loren, Carlines, Carlos, Alfredo, Rimun (que siempre me aperruchaba a los cromos) y Juanín que era bueno de solemnidad y nos dejaba sus bicicletas y sus juguetes. Nunca le importó el irrespetuoso uso que de ellos hacíamos y la vida, tan ingrata con él, Rimun y Alfredo, tampoco les correspondió con la misma bondad que ellos repartieron. Luego aparecieron Joaquín “LocoLali”, Javier, Luis y algún otro del que no recuerdo su nombre. Asistí a mi primer guateque en casa de Carmen, la madre de Carlos y Alfredo, que veraneaban justo enfrente de Las Casetas y en su puerta siempre estaba sentada su abuela, la señora María , en un sillón de mimbre sobre el que apoyaba sus muletas. Las canciones de Adamo: “Mis manos en tu cintura” y “Un mechón de tu cabello”, daban inicio a “las agarradas”, que para mí eran “las sentadas”, por obvias razones que no voy a enumerar porque corro el riesgo de deprimirme despacio.
El primer hogar que visitaban aquellos años los Reyes Magos de mi tía Valen era el nuestro: me traían un fuerte con indios, soldados y una caravana, además de un camión Pegaso metálico y una camioneta de madera que me dejaban postrado durante meses mirándolos y disfrutando con ellos. Y el día en que se casaron mi tía Feli y Quinito les acompañé con mi caravana caminando detrás de ellos desde la Iglesia hasta Las Casetas donde comimos matanza y bebimos vino cadalseño de la viña de Cuatro Vientos. No me creeréis pero las primeras farolas que pusieron en Cadalso las fijaron en nuestra carretera de Rozas. Y era de ver lo bien que lucían y cómo hacían brillar el blanco de la cal con la que pintaban los troncos de los árboles plantados en las cunetas de la carretera. Aquel blanco calcáreo delimitaba y orientaba a los pocos automóviles que circulaban. Entre aquella luz, interrumpidos a veces por los coches que pasaban, disputábamos en medio de la carretera eternos y aguerridos partidos nocturnos de futbol. Solía ganar el equipo de Tony Montón , entre otras razones porque era el mayor, nos gritaba a empujones y sabía de marrullerías futboleras menos que de chicas. Sin embargo, solía ser distinguido y generoso con el perdedor.
Mi abuelo compró un carnero topón. Cuando volvía del campo las tardes del estío, lo soltaba de la cuerda con la que le llevaba sujeto al serón de “Juanita” y lo toreábamos en el corral. El bicho se arrancaba con ganas, más de las que ponía yo citándole aflamencado y algo encogido por el miedo, mi precavida cuadrilla la componían mis primos Teodoro y Jesús. En esas tardes, las tormentas de verano eran temibles, sobre todo las provenientes de “El Berrocal”. Un atardecer negro se desencadenó una de tal calibre que nos acojonó totalmente. Y más cuando una chispa iluminó la obscuridad y chocó contra el cable recién puesto del teléfono que surcaba por la pared del corral. El alarido que dieron mi abuela y mis tías, Martina fundamentalmente (de la que aún guardo amorosamente unos pañuelos que ella me regaló bordados con mis iniciales), me dejaron lívido y desmadejado. Entre rezos demandaban protección en ese trance peligroso para sus hermanos, mi abuelo y mi padre que estaban en el campo. Eso sí era miedo y temor a algo misterioso e intrincado que te postraba en el mayor desamparo y abatimiento.
Fue enigmático el resplandor que una Nochebuena apareció detrás de Las Casetas y que descubrimos cuando fuimos todos a cenar con mis abuelos. Salimos a mirar aquel prodigio que semejaba los fuegos de San Telmo o, ahora que medito, quizá fuese el anuncio de alguna Aparición Divina. Al salir de cenar nos sorprendimos gratamente ya que encontramos el paisaje cubierto con un manto de mullida e impoluta nieve. Y fue entonces que sucedió aquel prodigio: Mi padre me encaramó -bien abrigado hasta los ojos- sobre sus hombros y salió caminando conmigo encima hacia San Antón. El espectáculo era fascinante: los rayos blancos de las farolas rebotaban contra la nieve blanca y parecían salir de ella mágicos destellos que impactaban en nuestras miradas. Yo notaba como si flotasen las suaves pisadas de mi padre mientras con mis manos jugaba a taparle sus ojos; mi madre entre sonrisas nos recomendaba prudencia, no fuéramos a dar con nuestros cuerpos sobre la nieve en plena Nochebuena. Parecerá una tontería, pero en ocasiones vuelvo mentalmente a ese precioso momento. Son esas sensaciones que te hacen feliz sin saber el porqué. Y me relajo envuelto en extrañas y placenteras emociones de colores.
En mi época escolar iba y venía desde Las Casetas a la escuela de Carlos Ruiz atravesando la bodega Cooperativa. Durante la vendimia aprovechábamos para revolcarnos sobre los escobajos y volvíamos a casa hechos unos “zorros malolientes”; allí, sentadas en la mesa camilla ante el fogón lleno de pucheros, encontraba embelesadas a Martina, Feli y Francis escuchando las radionovelas de Radio Madrid. Una tarde al regresar de la escuela encontré más gente de la habitual en Las Casetas. Habían licenciado del Ejército a mi tío Justo y llegaba del Sahara donde cumplió el servicio militar. Hasta Don Jesús, el cura, fue a visitarle y se concentraron todos eufóricos por su retorno. Me trajo una insignia grande con un camello apoyado sobre una media luna, dentro de ella figuraba un nombre: “Sahara”. La prendí en mi pecho y durante meses allí la mantuve, sólo la despegaba cada vez que me cambiaba de jersey para ponerla en el nuevo. Tiempo después cursé el bachillerato en San Martín y cada mañana bajaba José “Peque” desde su casa a la mía a buscarme, juntos íbamos a esperar el microbús a la gasolinera. Nos aguardaban: Pedro Alfonso, su hermana Loren, Vicente, José Luis, María Ángeles, Elvira, José Jacobo Storch, su hermana Mercedes… Retornábamos sobre las 19:00 h. y aún nos daba tiempo a echar un “gol regañao”, con la portería situada entre dos cantos en la pared de mi casa. El problema aparecía cuando el balón se estrellaba contra la verja maciza y negra de las ventanas -son las mismas que las actuales- y hacía vibrar los cristales, al cabo salía mi madre y amenazaba con decírselo a mi padre y eso eran palabras mayores…
El Día del Cristo siempre fue maravilloso. Cuando salíamos de aquella plaza de toros de madera toda la familia iniciaba su alegre peregrinar, encabezados por mi abuelo, hacia Las Casetas a “encentar” el preciado jamón, regado con generoso moscatel, que esperaba su turno en ese día tan especial. Los pequeños nos reíamos con ganas al escuchar los gracejos de los mayores animados por la euforia festiva. Ese momento era, no me cabe duda, el más intenso –a todos los niveles- del año. Lo más hermoso es que continúa siendo así en la actualidad.
Coronando Las Casetas florecía la viña del “tío Sordillo”, allí jugábamos a soldados rememorando la II Guerra Mundial y entre las cepas montábamos cabañas que nos servían de refugio. Yo portaba un casco blanco de la Cruz Roja por si había que pactar. En verano marchábamos a jugar a los pinos de Los Lavaderos, territorio más amplio y frondoso que servía mejor a nuestros fines marciales. En ese paraje, en distintos “días del Bollo”, me hicieron dos fotos muy bonitas y entrañables. En una aparezco con mis padres y en la otra con mi fiel perro “Mingo”, ese perro que siempre demandaba mis caricias y me protegía de los imprevistos. “Mingo” me acompañaba resignado en primavera a cortar las flores que, en un ramo pequeño, ocultaba en un agujero abierto junto a la valla del corral hasta que al día siguiente pasaba a cambiarlas. Echo en falta ese mundo entrañable. Uno siempre busca esa autenticidad que perdió al acabar su infancia. Por eso, como los niños fantasmas del pasado, acaricio Las Casetas al anochecer.
Fotos: Archivo Fotográfico Pedro Alfonso
Albúm: Familia Moreno González
Maravilloso relato Miguel bueno relato o mas bien recordar tu infancia. Me has emocionado pues a medida que iba leyendo a la vez iba recordando todos aquellos años que como tu tambien vivi. Que recuerdos llenos de gente tan querida, que bonito era todo con tan poco, solo nos hacia falta nuestra gente y nuestra ilusion,era una vida sencilla pero humana.GRACIAS Miguel por haberme hecho niño aunque sea solo por un momento.Un abrazo.TIRI.
ResponderEliminarJoder tío, me has hecho ser niño en diez media hora de leer y releer. Y aquellas sentadas a la puerta de la granja, en lo que llamábamos "el puente", todos sentados con el pan y el chocolate esperando que llegara el Carrillo d ellos helados del "tío..... " ya no me acuerdo de tantos nombres de entonces. O... Coño, ¡Como estaban las abrideras y los melocotones del sordillo. Y como nos perseguía de noche cuando se le ocurría ir a vigilar a los mamones que nos las comíamos.
ResponderEliminarMiguel, quiero que vuelva todos aquellos momentos, si, se que no lo harán pero hoy si que han venido e tu mano. Gracias, amigo recuperado.
Entrañable y bello, Miguel, este "repaso" a las gentes y momentos de la infancia. ¡Qué felices éramos y que poco nos hacía falta para serlo!. Leyendolo he repasado, desde tus recuerdos, escenas, lugares y personajes de nuestro Cadalso de los 60. HA sido un placer viajar contigo en el tiempo, Miguel. Gracias por los recuerdos y, más aún, por las emociones que con ellos he sentido.
ResponderEliminarUn abrazo. Balta
Otro relato de los de antes.Son los que me gustan Miguel,muchas gracias.Paquitopirata.
ResponderEliminarMiguel, leer tus escritos es algo fascinante que te enreda en un pasado difícil de olvidar y lleno de añoranzas. A medida que te vas introduciendo en los avatares de la vida, tu vida, los sueños de aquellos tiempos tan llenos de sencillez y humildad, te van atrapando en el tiempo y en el corazón. Por qué es tan fácil sentir todo lo que llevamos dentro de aquel pasado de recogimiento y tan carente de orgullo? Tal vez porque la vida y los sentimientos son la recopilación de nuestro pasado, de esos espacios de tiempo que vivimos junto a los nuestros y que tanto nos ayudan en el día a día.
ResponderEliminarGracias Miguel por refrescar en nuestras mentes esos instantes de sabiduría popular y arraigo a lo nuestro que todos alguna vez vivimos y que hoy albergamos en lo más recóndito de nuestro corazón cadalseño.
Pedro Zorro Corredero
Miguel, como comprenderas, estoy muy de acuerdo con todos los comentarios de los muchos asiduos seguidores que tienes...y no es para menos...y tu sabes que muchas de las cosas que cuentas ..yo las viví contigo....joer!!...como perdimos con el Chelsea..eh??'..como llorabamos..mas ó menos..creo recordar!!...y los cumpleaños ..eh??...en fin que tiempo tan feliz que nunca olvidaré!!..como dice la canción de Mary Hopkim..Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias a todos. Me han conmovido todos vuestros comentarios porque sé que os salen del corazón. Siempre he dicho que mi primer impulso al escribir es buscar que brote la emoción en mis hipotéticos lectores. Y, a lo mejor no os lo creéis, pero primero tengo que sentir que me emociono yo. Después, si alguien me dice que se emocionó, siento la satisfacción del deber cumplido y vuelvo a leer decenas de veces el escrito que fue el artífice de ello. La emoción, repito, es para mí el sentimiento mas bello del ser humano, el que saca lo mejor de lo que llevamos dentro. La emoción es mi pago más preciado -el único- y la satisfacción íntima que me provoca me ayuda a seguir. Seguro estoy que después de muerto seguirá vagando por el espacio cadalseño como vaga el de mi padre.
ResponderEliminar"Tirillas", siempre has sido para mí un gran futbolista, un romántico rapsoda y un "tirillas" entrañable.
Tony, el que llevaba el carrito de los helados era el "tío Zoílo" y también su hijo. El hijo despachaba los helados como si fueran caricias, lo recuerdo muy bien y a algunos nos regalaba un poquito más con una cómplice sonrisa. Y claro, le admirábamos, como yo sigo admirándote a ti.
Balta, cuando te colocas ante el micrófono y pones música clásica en Radio Cadalso, siento que eres un pozo del que bebo inagotables emociones.
"Paquitopirata", nunca olvidaré aquella Pólvora de 1998, el Pregón de La Muñana, cuando sin conocernos de nada lloramos juntos emocionados. Toda la noche cadalseña estuvimos hablando con el lenguaje de los sentimientos.
Pedro Alfonso, siempre nos hemos tenido guardados el uno al otro y cuando nos aparecemos es porque nos descubren nuestras emociones.
Jose "Peque", ¡qué voy a decirte yo a ti de emociones! Como artista polifacético que eres, todo tu arte se sustenta en esa emoción que de forma incansable sabes transmitirnos.
Qué recuerdos de aquél maravilloso Cadalso. Gracias por tus escritos Miguel
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